¡Oh júbilo inmortal! La fiesta en el Congreso de la República fue inmensa esta semana, producto de la refrendación de los acuerdos de La Habana. ¡Ya todo está consumado! ¿Y tenemos ese nuevo país que pregonaban con tanta alharaca? ¡Sinceramente lo dudo!
Al contrario de lo que opinan muchos, a mi parecer el Congreso de la República sí estaba facultado para refrendar los nuevos acuerdos de paz a solicitud del Gobierno Nacional. Porque era una refrendación política que no pasaría de ser simbólica, si no fuera porque se constituyó en una medición de fuerzas y en la determinación de cómo van a quedar las votaciones futuras cuando se legisle sobre los actos de su implementación. Es decir, la refrendación no fue más que un acto de alarde político de mayorías, para enviarle el mensaje al país de que el Gobierno manda y que, efectivamente, hace lo que le da la gana; que el Gobierno Nacional, con un Congreso de bolsillo, es todopoderoso, omnipotente, autosuficiente e imperial; que el Gobierno tiene las facultades para hacer y deshacer, y que el más alto órgano legislativo colombiano está a su servicio y arrodillado para avalar sus actos.
¡Esa es la democracia! El poder de las mayorías es absoluto y obligante. Lo que duele es que en Colombia, y bajo las actuales circunstancias, la democracia y el poder de las mayorías solo son válidos si están de acuerdo con el Gobierno; porque, de no estarlo, simplemente se desconocen y se les da la espalda. ¿Y qué decir del Congreso? Es la gran farsa… Es la gran corporación donde confluye supuestamente la representación del pueblo, pero que, en la práctica, es la gran concentración de negociados, corrupción y tratos subterráneos. Ver las sesiones de esta semana donde se debatió el tema más importante de las últimas décadas, dio grima. Nadie escuchó a nadie; todos hablaron, pero nadie puso cuidado; se trató más de dejar constancia de que hubo participación del pueblo, de la sociedad civil, del mundo político, de la oposición, pero nadie supo qué dijeron, ni cómo lo dijeron, ni cuándo lo dijeron. Ya los votos estaban determinados y cualesquiera que fueran los argumentos en contra no importaban porque solo se trataba de dejar una constancia baladí en los anales del Congreso. ¡Fue un irrespeto!
Al Congreso de la República no se le puede negar la legitimidad para actuar, pero sí se le puede reprochar su irresponsabilidad al hacerlo; no se le desconoce su poder ni su supremacía; pero sí se le censura su ambición, sus despropósitos, sus mezquindades y su corrupción; no se puede desconocer el poder de sus mayorías, pero sí repudiar la forma como fueron conformadas; porque lo fueron, y son mantenidas, por medio de la corrupción, la mermelada y las dádivas descaradas.
Y ahora, ante esas mismas mayorías, se presentó una reforma tributaria supremamente gravosa que busca tapar ese hueco fiscal que se abrió para engrasar la maquinaria y enmermelar a la clase política; una reforma que ahuyentará la inversión nacional y extranjera, y generará una parálisis económica sin precedentes. ¿Y para qué? Para entregarle una mejor calidad de vida a los terroristas que durante más de diez lustros asolaron a Colombia, y para seguir sosteniendo a unos cuantos parásitos políticos que solo saben exprimir al Estado y acabar con sus instituciones. Ahora la pregunta es: ¿para la aprobación de la próxima reforma tributaria es suficiente la mermelada ya recibida, o exigirán nuevas porciones presupuestales? ¡Que viva la paz de Santos!
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