A veces el fútbol entra en el terreno del extraño mundo de Subuso. Sucedió -otra vez- en el partido en el que Juventus mandó a las duchas al Real Madrid (2-1) al que eliminó de la Champions. Nos privó a los voyeristas de la aldea global de otro mano a mano entre los máximos egos del balompié: Messi-Ronaldo.
Lo insólito ocurrió cuando Álvaro Morata hizo el primer gol de la Juve. El hombre fue vendido por el Real Madrid porque no había cama para tanta estrella. Fue vendido como un estradivarius usado al equipo de Turín.
Cualquiera hace un gol tan importante y se sale del pasaporte de la felicidad. Desde el campo de juego saca el celular y llama a mamá.
Morata no celebró. Casi le da un patatús del susto, del miedo, de la desilusión: los cánones, una extraña lealtad no escrita, ordenan que cuando uno se convierte en la peor cuña de su antiguo equipo, no celebra. Marca, porque para eso le pagan. Y harto. Pero no celebra porque no se patea la exlonchera. Y punto.
Mientras sus colegas de patadas se le iban encima a llenarlo de babas, Alvarito ponía la cara de quien acaba de perder el mismo día el perro, la novia, las ilusiones, la billetera. Todo lo que hace amable la vida.
Morata fue héroe a sus espaldas, a pesar suyo. La i-lógica del fútbol permite anticipar que la Casa Blanca, podría fichar de nuevo a su verdugo. Eso sí, se tendrá que bajar de 30 millones de euros.
“Ojalá hubiera marcado contra otro equipo, pero la vida es así”, se disculpó el hombre que aterrizó en Turín y a las primeras de cambio sufrió una avería en el menisco que lo dejó viendo televisión, estudiando italiano, y jugando cartas con su gato durante 50 días.
El fútbol ofrece otras deliciosas excentricidades: El técnico perdedor, Ancelotti, dijo que se daba una clasificación de diez porque siempre lo da todo en cada partido. Y a pasar hojas de vida porque el patrón solo quiere triunfos. La reacción del adiestrador es todo un homenaje a su oficio, a su entrega. Veo una tonelada de ética en su reflexión. Le pongo papel carbón a su forma de pensar.
Los presidentes de los equipos, en una falsa muestra de juego límpido, ven los partidos juntos pero distantes. Nada de preguntarse por los hijos, los nietos, la amante, la salud, cosas así. Se ignoran durante 90 minutos y al final se despiden con una sonrisa el uno, y con cara de muerto, el otro.
Durante el partido, cuando van a cobrar algún tiro libre o un penal, los jugadores se secretean entre ellos, en voz baja. No obstante, se tapan la boca con las manos. Sospechan que en la tribuna puede haber un traductor de labios que lea lo que se dicen y la charla íntima vaya a dar en segundos al enemigo. Puro fútbol ficción.
Los mismos jugadores, que son verdaderos actores, cuando casi le atrofian la silla turca a un rival, levantan las manos queriendo significar que fue sin querer queriendo. Los "piscinazos" (fingir faltas para provocar penaltis), están a la orden del día. James Rodríguez se ganó tarjeta en el mismo partido por "pisciniar".
Plato aparte amerita el rito de los agüeros que tienen todos: el más normal es tocar el suelo al ingresar al campo, y mirar al cielo en demanda de goles al Creador. No saben que Dios no juega fútbol, es imparcial, porque si no, desairaría a los perdedores. Y vive muy ocupado muy ocupado fabricando estrellas. Como Morata. O como James.
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