Por estos días empezó a ventilarse un tema fundamental para el proceso de paz, que junto con el tratamiento a las víctimas es el núcleo de la negociación: si habrá o no castigo para los miembros de las Farc por los delitos que hayan cometido y si podrán participar en política a futuro. Este es de lejos el tema más difícil y complejo que abordará la mesa en La Habana. Por un lado los jefes de la guerrilla no llegaron a un proceso de diálogo con el presupuesto de que una vez se firme un acuerdo de paz ellos pasen inmediatamente a una cárcel por un término de entre ocho y cinco años, parámetro que dejó la Ley de Justicia y Paz. Por el otro, hacer como si nada fuera respecto a la gran cantidad de tremendas violaciones a la dignidad humana cometidas por las Farc sería impensable e intolerable para el espíritu de la nación y para la opinión. Pero sobre todo, en términos prácticos, un imposible jurídico. Este problema presenta entonces dos dimensiones: una moral y ética, y otra jurídica.
Por ahora ocupémonos de lo legal. Existe un concepto clásico en el derecho penal que conserva vigencia: el de delito político. En el siglo XIX tomó fuerza como figura jurídica y tratadistas tan ilustres como el italiano Francesco Carrara lo expusieron y defendieron con vigor. En términos generales, el delito político se da cuando un grupo de personas se organiza para derrocar un régimen; para impedir el cabal funcionamiento del orden constitucional y legal, o para exigir una actuación de una autoridad. Todo a través del uso de las armas o la violencia. Estas conductas tienen que estar motivadas por el convencimiento de sus autores de estar obrando en interés general y por altruismo, a diferencia de los delitos comunes que se cometen por razones egoístas o personales. Los delitos políticos clásicos son la rebelión, la sedición y la asonada, todos tipificados en el Código Penal colombiano y con su respectiva pena de prisión. En cuanto a la negociación en curso estos delitos no tienen inconveniente para su tratamiento, pues es aceptado universalmente que en un contexto de un proceso de paz se perdonan íntegramente y no acarrean consecuencia. En la tradición jurídica se sigue considerando que su motivación permite la exculpación.
Lo que sucede siempre es que si alguien quiere derrocar a un gobierno por las armas no basta con organizarse para ello, es menester emprender acciones, incurrir en diversas y variadas infracciones penales. Estas, en cuanto estén ligadas a la intención política se les denomina delitos conexos y también pueden llegar a tener un tratamiento benigno en una negociación de paz. Pero hay unos límites, que en las dos últimas décadas se han fortalecido, se han hecho más rigurosos. Ciertos crímenes, que ofenden de forma severa la dignidad y la conciencia humana no tienen excusa ni siquiera por una altruista motivación política o social. Estos delitos son los que hoy en día se denominan crímenes de guerra y de lesa humanidad. Y ahí está el problema: las Farc los han cometido una y otra vez.
La Constitución, la ley y la jurisprudencia nacional; así como la ley penal internacional representada por el Estatuto Penal Internacional, al cual Colombia está obligada por tratado internacional, prohíben amnistías e indultos sin restricciones. Al mismo tiempo el proceso de paz no será posible si se pretende enviar directamente a los jefes guerrilleros de la mesa a una celda. Parece un dilema insoluble.
Pero tiene que encontrarse una solución que atienda la demanda ética y legal y la viabilidad de la negociación. El bien social que representa el cese de la violencia guerrillera así lo exige.
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