Andrés Hurtado García
Entramos a la selva el 21 de diciembre de 2014, domingo, a mediodía. El sol calentaba a sus anchas y sin ninguna vergüenza. Menos mal que nos protegía el techo de la manigua y aún así el calor apretaba. Permítanme los lectores una digresión con la cual podría llenar por lo menos dos artículos. Pero no será así. He atravesado dos veces a pie (una de ellas en camello y a pie) el desierto del Sahara. Una en 40 días y otra en 35, saliendo de Argelia y llegando una vez a Chad y otra a Mali; en una de esas ocasiones tuvimos durante varios días temperaturas de 50 grados centígrados. Como consecuencia de ello murieron un millar de personas, todas nativas del desierto, niños, ancianos, mujeres y enfermos. Fue en la década de los setenta. Fue duro, pero me he preparado para circunstancias así.
Vuelvo al relato. Los tres muchachos nos acompañaron durante media hora y luego se regresaron. Teníamos 5 días para llegar al río Pacoa, a la finca de Villa Gladys y 5 para regresar. A Jairo le dijimos que donde no fuera estrictamente indispensable usar el machete no lo utilizara, que podíamos abrirnos campo entre los árboles y las matas sin dañar la selva. Eso sí, marcaríamos los árboles para reconocer el camino de regreso. De todos modos utilizamos el GPS, Geo Posicionador Satelital. Teníamos por suerte aparatos de última generación a los que no estorba el dosel de la selva para comunicarse con los satélites. Ya para entrar a la selva espesa luego de dejar la zona de chacras encontramos a un indígena anciano que estaba macerando las hojas de coca, para preparar el mambe tradicional. Sobra decir que marchábamos en fila india y en silencio atentos a los sonidos de la selva. Para nosotros cuando estamos inmersos en la naturaleza, el silencio es la regla número uno, la regla primordial. El ruido y la charla, son la profanación de la solemnidad del entorno "salvaje", asustan a los animales, no permiten escuchar "los sonidos del silencio" e impiden la concentración. La selva, que vista desde el aire parece plana, no lo es. Es una sucesión de tramos planos con descensos a riachuelos y las correspondientes subidas del otro lado hasta llegar a otro tramo plano y así sucesivamente. Las bajadas y las subidas son cortas y no muy pendientes. La selva es un columpio. Cruzamos cuatro riachuelos siempre por troncos caídos que hacen el papel de puentes naturales. En algunos de estos Jairo y los portadores nos preparaban varas para no caernos al agua con los pesados morrales. Avanzaba la tarde y no encontrábamos el riachuelo apropiado, de aguas limpias, para montar en sus orillas el primer campamento. Comenzábamos a preocuparnos. A las cuatro horas exactas de camino caímos a un riachuelo de aguas limpias. Los riachuelos que habíamos cruzado tenían como máximo diez metros de anchura, suficientes para caernos cuando los troncos eran resbaladizos o poco gruesos. Por suerte este primer día ninguno de nosotros cayó al agua. Rápidamente Jairo y los porteadores prepararon el sitio para montar las carpas, ocupando el menor espacio posible para no dañar mucho el monte. Éramos 8 personas que dormíamos en cuatro carpas. Los amigos que nos ayudaban colgaban sus hamacas y les ponían un plástico encima para protegerse de la lluvia.
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