Emocionado ante el espectáculo que ya comenzaba a desplegarse ante nuestros ojos, recordé el inolvidable pasaje de la Vorágine y lo recité a mis compañeros: “Y la aurora surgió ante nosotros. Sin que advirtiéramos el momento preciso empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron y en la lontananza de ópalo al nivel de la tierra apareció un celaje de incendio, una pincelada violeta, un coágulo de rubí”.
Con la luz la sabana se nos presentó espléndida. Nunca en mis muchos recorridos por el Llano había visto un pedazo de sabana tan hermoso. Mis compañeros decían lo mismo. Nuestro éxtasis era total. Los varios parches de la sabana aparecían rosados, verdeclaros y amarillos. Cerraban el horizonte espaciadas manchas de bosques de galería, que parecían flotar en sutiles mantos de neblina. Y el espectáculo principal corría por cuenta de una cinta de morichales que se extendía a nuestros pies. Las palmas de moriche, así llamadas son el Llano y cananguches abajo en la selva amazónica, son las reinas vegetales del paisaje. No había viento. El sol todavía no calentaba la atmósfera y un manto de frío agradable nos envolvía. Después de un largo tiempo que el reloj atestiguaba como tal, y que se nos hizo corto, debimos descender. No traíamos como Moisés cuando bajó del Monte Sinaí dos rayos de luz en la frente que Miguel Ángel inmortalizó en su estatua del Legislador, como dos pequeños cuernos, pero sí bajábamos con un destello de paz en el alma.
Nos quedaba la última visita, todavía más al interior de las sabanas. Por un carreteable que a veces se borraba llegamos hasta Wisy. Fueron casi tres horas. Así llegamos a un galpón semiabandonado. Para llegar allí el cuidandero nos indicaba el camino yendo delante en su moto. Dentro de la instalación sobre piso de tierra montamos las carpas y fuimos a visitar una “mina” cercana de cuarzo. Se trata de un espacio de una hectárea de extensión totalmente cubierto de cristales de cuarzo que se hallan sobre el suelo. Sencillamente los pisábamos, pues no quedaba sitio “sano” por donde caminar. Millones y millones de bellos cristales de cuarzo. Nos dijeron que la mina no es explotada por encontrarse tan lejos de todo lugar civilizado.
Caída la tarde y cercana la noche nos entregamos a la contemplación del paisaje. Cerca del galpón hay un bosque de galería. El lugar se encuentra lejos de todo y en medio de la nada. El atardecer fue sangriento en colores fuertes: rojos, amarillos, violetas y la noche se llenó con todos los ruidos de la selva. En la primera parte hasta media noche campeaba la sinfonía de los insectos, especialmente las chicharras. Pasada la media noche el silencio se apoderó de la sabana y de vez en cuando se oían gritos de pájaros desvelados y unos rugidos de tigre (jaguar). Fue una noche inolvidable. De nuevo me acordé de Henry David Thoreau: “Creció mi vida en esas horas como crece el maíz por la noche”.
Al día siguiente nos entregamos a la exploración del vecindario. Hay un bosque de piedras que adoptan curiosas formas. Las hay de dos, tres y hasta seis metros de altura.
Este fue nuestro último día sabanas adentro. Emprendimos el largo viaje hasta Puerto Carreño. Allí visitamos al alcalde, que nos recibió amablemente y lleva el mismo nombre de Marcos Pérez Jiménez, el político venezolano. A quien desee repetir este viaje le proporciono con mucho gusto todos los datos. ¡Vichada, sabanas del Vichada, hasta la próxima!
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