Todas las ramas del poder público deben ser absolutamente independientes. Autónomas en sus decisiones. Desde luego, los vasos comunicantes tienen que existir en procura de la armonía en las relaciones de las mismas. El desmadre libertario de cualquiera produce un peligroso descarrilamiento de dañinas consecuencias.
Es propio de las democracias maduras aceptar lo que cada una, dentro de sus fueros, determine. El Ejecutivo en Colombia es imperial, tal como lo quiso don Simón Bolívar y, desde siempre está nimbado por una prepotencia constitucional y legal que lo transfigura en una muralla enhiesta en cuyo entorno funciona todo el engranaje del Estado.
En el mundo, ahora, se proclama la dictadura de los jueces. En la práctica, éstos han avasallado al ejecutivo y legislativo y con sus sentencias, anulan, reforman, fijan y precisan el marco dentro del cual deben funcionar los demás poderes. El parlamento es la cuna de las leyes, interferido frecuentemente por el Ejecutivo, anestesiado por ocultos privilegios personales y, por lo mismo, convertido en súcubo de las otras jerarquías.
Es quisquilloso el mundo político enquistado en la presidencia y en el parlamento. El poder electoral del cual dimanan, los envanece y se creen intocables ante las decisiones legales. Pero, aunque a muchos les duela, un juez, unitario o colegiado, con su majestad inerme, puede encarcelar y condenar a presidentes y legisladores. Nadie, absolutamente nadie, está por encima de un juez de la república. Todo el aparato estatal está presente para respaldarlo. Ejército, policía, aviación, la marina, jamás burlan o desatienden la decisión de quienes tienen en sus manos el esplendor de la justicia. Lo hemos visto.
Una maloliente onda de descomposición social proyectada desde el Palacio de Bolívar con reflejos dañinos en gobernadores y parlamentarios que se volvieron discípulos caninos de los criminales, los primeros, entregándoles, detrás de bambalinas, los dineros de la salud y la educación, y los segundos, sometidos a los exigencias de la subversión para conquistar los votos en las geografías que ellos dominaban, terminaron en sus vasallos obedientes. Por fortuna, el Poder Judicial, como en Italia, cauterizó esas heridas oprobiosas. Muchos ya pagaron las condenas, otros están aún en las mazmorras, y ninguno de esos infames cohonestadores que se las daban de "directores espirituales" podrá ser nuevamente elegido.
En estos momentos está, otra vez, a prueba la democracia. No sabemos qué a va a contar la señora María del Pilar Hurtado que se escapó de la justicia por un indebido asilo en Panamá que le consiguió su protector, y hoy, ante el cerco legal que la asfixiaba, resolvió ponerse en manos de los investigadores. Si ella resuelve acogerse al principio de oportunidad, que tiemblen los ocultos delincuentes.
Ella fue un maniquí sometido a los caprichos del César, abusó de su cargo y fue una generadora de criminalidad. La buscaron con lupa, sin mérito ninguno, para que cumpliera mandados oscuros. El anterior jefe del Das, Jorge Noguera, que la antecedió, en cuya residencia pernoctaba el príncipe en sus correrías políticas por la Costa Atlántica, por sumiso y lacayo, ya fue sentenciado, autor de múltiples delitos cometidos como funcionario público. No olfateó en qué circo de leones lo encerró el autócrata y, por bobo y tontarrón, pasará el resto de sus años pernoctando en los presidios. La señora Hurtado tomó idénticos atajos. El país sabe que tiene el Inri de haber sido una mujer fácil para las perversiones que consagra del Código Penal.
Hay otros capítulos más, bien interesantes. Todavía afloran los sarpullidos de una época nefasta que connaturalizó a los colombianos con los desvíos del poder, que aplebeyó la ética con un jinete montado en un potro arisco, que pisoteó, como le dio la gana, las verdes gramillas de la conciencia nacional.
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