Ser abogado es un regalo de Dios. Ninguna otra carrera tiene tanta dimensión. Asiste espiritualmente a los caídos, maneja todos los recursos lícitos para obtener la libertad, trabaja positivamente por la paz social cuando, por su acción, se dirimen pleitos civiles, actúa con eficacia para hacer respetar los derechos laborales, orienta con sabiduría el manejo de las empresas, es el arquitecto de las leyes, soporta el andamiaje del Estado.
El Derecho Penal es el más apasionante. ¡Cuántas virtudes debe tener quien asume el papel de redentor! Simbólicamente cada pleito transforma al abogado en un cirineo que carga sobre sus hombros una torturante cruz ajena. En el desespero que producen las imputaciones, él es reflexivo y tranquilo, y después de escuchar y meditar, encuentra la claraboya para la defensa. El penalista tiene proyección ecuménica. Debe administrar un desconcertante universo de conocimientos para no quedar rezagado en la interpretación del cabalístico mundo de la conciencia. Quienes ofician en el altar de la justicia, se sumergen en los libros que descifran el ajedrez de las pasiones. El penalista no se puede circunscribir a la simple lectura de los códigos. El hombre es mucho más que un parágrafo legal. ¡Cuánta sociología y psiquiatría, cuánta erudición científica, qué desbrozamientos de teorías, cuánta navegación en los escritos luminosos de quienes, a escala universal, han sido y son los pilares teóricos del derecho!
No se concibe un penalista mezquino en erudiciones. Esos picapleitos que salen de irresponsables fábricas de tinterillos harto daño le hacen a la profesión. Son un cáncer social. Carecen de las intuiciones que predeterminan el sendero para triunfar en los debates forales, son chupatintas baratos y maromeros de la mentira. Son ellos los causantes del desprestigio que de pronto cunde contra la carrera de derecho. En cambio, cómo es de respetable el jurista serio, sabio en los conceptos, certero para trazar la ruta de la defensa, convertido en bálsamo para restañar los dolores espirituales. Visítese el despacho de un penalista y lo encontrará empotrado de libros que explican la madeja de los sentimientos, los que se introducen en el cabalístico mundo de la intención, los que desbriznan la inacabable mina del dolo, los que escarban con profundidad en cada una de las figuras del derecho sustantivo. Para ser penalista hay que tener una vocación ecuménica. Fuera del olfato certero, además de la malicia adivinatoria, tiene que ser orador y escritor.
Los hemos escuchado con aleteos de águila, príncipes de la palabra que saben irradiar el comando del sustantivo, darle vigor a la frase con el imperio del verbo, y adornar la oración con las galas iridiscentes del adjetivo. Nada tan deleitable como un tribuno en el foro, caudaloso en el parto de metáforas, elocuente en sabidurías, dominante de la psicología para convencer un jurado de conciencia.
Y escribir con donosura. Causan vergüenza los alegatos de los cagatintas con pasmosos errores ortográficos, mazamorreros para exponer las tesis, vergonzosos personeros de la estulticia.
LA PATRIA ha dado a conocer las trapisondas que unos bandidos montaron para asesinar a unos abogados, uno de ellos, impactante en los estrados. Por fortuna la acción rápida y loable de la policía evitó que los crímenes se consumaran.
La ingratitud es otra arista desconsoladora de la profesión. Cuántos magistrados y jueces, han sido sacrificados por los verdugos desagradecidos. Todo litigio deja a una de las partes ofendida. Si las providencias son adversas, la culpa la tiene el abogado que poco sabe de derecho y que, además, se vendió a la contraparte. Si gana el pleito, los perdedores afirmar que, con denarios malditos, se compró la conciencia del juez y que el jurista que los representaba entró en componendas clandestinas con el adversario a cambio de una remuneración perversa.
Ese es el pago final que, con frecuencia, recibimos los abogados penalistas.
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