César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
Así lo escribió André Breton. Un océano de divertimientos espirituales suscitan esas palabras que sirven de báculo a una infinitud de reflexiones. Entregarle al término "amor" una potencia fecunda, familiarizarlo con el acto sexual, definirlo como un episodio reproductivo, es dimensionarlo en lo que es, exactamente. No se entiende cómo Jorge Luis Borges que tuvo tantas mujeres a su lado, no haya penetrado ninguna. Era el suyo un amor filosófico, más afinidad espiritual que cercanía de cuerpos. Escribió Schopenhauer que amor "es cierta plenitud de carnes". Y complementa: "Cada cual ama precisamente lo que le falta".
El amor no es una distante entelequia afectiva, no lejanía reverente, sino aproximación, tocamiento y gozo. Es romántico el riachuelo de las voces, benévolo el ángel mensajero de las cartas, dulce el sabor auditivo de los diálogos. Pero mientras no haya besos, ni engarzamientos, ni intimidades apasionadas, el amor no es nada. Su flecha queda disparada al vacío, hacia el infinito espacio de los discursos como logomaquia inútil, si no hay linderos compartidos, ternura en las caricias, resbalamientos provocativos sobre la anhelante topografía de los cuerpos y, finalmente, conquista de profundidades.
El amor es remarcado por los suspiros, lenguaje de anhelos, descarga fugaz de las tensiones, idioma que se prende y apaga con la rapidez del relámpago. Es un breve impacto, abecedario instantáneo de las centellas que iluminan el corazón. Conlleva mensajes de un amor que ya existe. Es una antesala de las exploraciones táctiles que se inventan los enamorados.
Son muchos los manantiales del amor. Es un crochet que se teje en el cada día, que expande el pulmón en las auroras y reclama espacio para las acrobacias impensadas. El amor inventa, vive de quimeras mientras fabrica nidos, es ágil en las cunas, travieso en los primeros pasos, impetuoso y conquistador cuando Eros bendice los atrevimientos.
El amor puede rayar en locura. Lope de Vega, devorado por las llamas de Afrodita, exclama: "Hermosísima pastora,/señora de mi albedrío,/reina de mis pensamientos,/esfera de mis sentidos: / cielo de mi alma, que os doy,/sol que adoro, luz que miro,/fénix de quien soy fuego,/dueño de quien soy cautivo,/ regalo de mi memoria,/retrato del paraíso,/ alma de mi entendimiento/ y entendimiento divino".
Sí, las palabras hacen el amor. Principia con monosílabos, florece en los mensajes clandestinos y se asoma a los balcones cuando Cupido descubre las afinidades químicas. Es fértil su jardín cuando es regado con jaculatorias matinales, florece inmune a las canículas y no se deja anegar en los inviernos. Comienza con el signo de lo perpetuo. Se acomoda para escuchar los pálpitos del corazón, cubre con edredones sus intimidades, e inventa cansadas logomaquias después del desfogue pasional.
Suyas son las urdimbres inmutables. No claudica ante los afanes, ni los acosos lo presionan. También son suyas las intuiciones. Su olfato penetra todos los resquicios, recoge el perfume de las almohadas, aprehende y almacena en la memoria las acrobacias de los cuerpos que se buscan, su oído capta el dúo de las parejas que viven en esferas encantadas y el tacto se convierte en notario de faenas memorables.
El que ama conoce el diccionario del delirio. Amar es un éxtasis, es navegar entre nubes de nácar, deambular sin sumergirse en los caminos que Poseidón ha trazado sobre los mares. Ama quien contempla el diario retoñar en el jardín de los ensueños.
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