Terminamos la concentración en Neira. El Mariscal nos dice: "Acompáñenme a Pácora. Tengo que hablar con Daniel Ángel", jefe conservador en el municipio norteño. En el automóvil nos acomodamos Gilberto Alzate, -el conductor-, Juan Botero Trujillo, quien aquí escribe y un muérgano, sobrino de Juan, quien a la brava se metió al vehículo, alicorado y violento. Éste tenía un ojo repulsivamente brotado, con una fastidiosa cuneta de sangre, idéntico a Polifemo dibujado por el estilete de Virgilio en "La Eneida". Después de tres horas por una trocha polvorienta, nos apeamos y de inmediato Alzate busca al señor Ángel y se recluyen, solos, en el Club Jorge Robledo. El vigoroso caudillo buscaba que el pacoreño lo acompañara en sus lides electorales. No pudo convencerlo. De pronto, la gente corría desesperada por la plaza. El borracho que nos acompañaba tiraba mesas y sillas en un salón social, lanzando alaridos: "abajo liberales hijueputas". Una mujer, despavorida, le pregunta a otra. "¿Qué pasa?", "Llegaron los alzatistas", contestó.
La imagen de Alzate -entonces- era la de un líder sectario. La violencia cundió en el occidente de Caldas y un Partido Conservador, salido de madre, ejercitaba en el país las vías de hecho en defensa de sus fueros. El Mariscal, según sus contradictores liberales, era el atizador de esos detonantes estallidos sociales. Siempre tuvo la imagen de ser intemperante, imitador de Mussolini con sus "camisas negras", compenetrado con "la falange" del español Primo de Rivera.
La importancia desmedida del Mariscal lo colocó en la cúspide, no solo del poder político. La alcurnia bogotana le abrió los salones exclusivos. Fue permanentemente invitado a los chocolates santafereños de la pulgosa oligarquía, impactada con su relampagueo intelectual. Ese inesperado y grato panorama moldeó otro Alzate Avendaño, conciliador, con un sentido mayestático de la Patria. En el momento de su muerte, tenía a la nación entera como escabel de su gloria. Pasó del odio que él sembró en sus mocedades turbulentas, a convertirse en un eupátrida, aclamado por el país entero.
Dio guerra don Laureano Gómez. Dijo siempre, con belicosa porfía, que el liberalismo era un basilisco y tronó en contra de Alfonso López Pumarejo, Carlos y Alberto Lleras. Predicó la acción intrépida. Abandonó las rabietas clamorosas e hizo de su peor enemigo, Alberto Lleras, su socio en el Frente Nacional. Éste fue aclamado por Gómez para la presidencia.
Carlos Lleras, como Alzate, fue un hirsuto sectario. Llegó a prohibirles a los liberales saludar a los conservadores. Tuvo una metamorfosis radical. Lo vimos tendido sobre una camilla de hospital, con la voz apagada, entubado su cuerpo, pidiéndole a sus copartidarios votar por Pastrana Borrero.
Nadie debe extrañarse de las alianzas. Además, ahora son absolutamente imprescindibles. Ningún partido -solo- puede conquistar el poder. Santos que es un hábil jugador, recogió a las volátiles colectividades bajo la sombrilla de la Unidad Nacional, mezcolanza de disímiles apetitos burocráticos, todos agrupados en torno del presupuesto. Estamos bajo la égida de lo práctico, de la desbordada deshonestidad administrativa, con gobiernos que a base de contratos compran la conciencia de los legisladores, en apestoso mercado simoníaco. Es el abyecto realismo que sinverguenció la política nacional.
Ahora quedamos engrampados en otros benévolos lenguajes, con un horizonte verbal de precavidos respetos, con frágil memoria para recordar ofensas, todos recorriendo nuevos senderos, administrando con limpio ímpetu el sacramento de la palabra.
No sabemos qué va a ocurrir en la política de Caldas. Fuera de la alcaldía de Manizales que ya tiene nombre propio, el resto es un marasmo. A diario surgen personas que se autopostulan, raras alianzas, rechazo de candidatos, y cruzan los cielos globos de ensayo que solo las casandras pueden pronosticar por dónde se van a descolgar. Nada se descubre si afirmamos que la ciencia política, finalmente, consiste en crecer y multiplicar. Sumando los imposibles. Para fortalecer un partido es necesario abrir las puertas, conquistar neófitos, perdonar a los hijos extraviados, recibirlos con alborozo en los regresos. Es imprescindible airear principios, aggiornarlos, predicarlos, sembrarlos en los labrantíos receptivos del pueblo. Nadie concibe evangelios vociferados en púlpitos insolentes, que fatuamente se basten a sí mismos, con estímulo de controversias suicidas.
Hay que imitar al mariscal Alzate que del fanatismo se transmudó a una acción integradora como buen patriota, a Laureano Gómez que abandonó la cátedra sectaria y finalizó su vida en luna de miel con el Partido Liberal, a Alberto Lleras que tuvo la grandeza de reconciliarse con Gómez, su feroz y tradicional adversario, para crear el novedoso Frente Nacional, a Carlos Lleras Restrepo que de la exclusión irrazonable se trasladó al templo del perdón.
Solo con una generosa y excelsa visión de Patria se puede conquistar el alcázar de la historia.
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