Esta es La Paz, Bolivia. Se riegan, como pólvora, los rumores de un golpe de Estado contra el presidente Juan José Torres. Se especula sobre el amotinamiento de unos batallones y otros sostienen que la insurgencia tiene como epicentro la aviación. Son las diez de la noche. Vuelan sobre la ciudad los pájaros metálicos y se escucha el estruendo de las bombas. Despavorida la gente corre en busca de refugios. El gobierno que tambalea piensa en el cuerpo diplomático y señala un socavón para su escondite y seguridad. Se nos recluye en un búnker profundo. Huye Torres y Hugo Banzer Suárez, de madrugada, se posesiona como nuevo mandatario.
Esta escena ha sido frecuente en la nación que nació en 1825 bajo la protección autoritaria de don Simón Bolívar. Su democracia siempre fue versátil. Un derrocamiento en pocos meses era germen del siguiente y quien había arrebatado el poder pronto lo perdía. Tenían vigencia las audacias para las conquistas, en ese desfile interminable de ejecutivos con vida precaria. Algo similar a la folclórica inestabilidad de los gobiernos ecuatorianos.
Hasta que llegó al Palacio Quemado de La Paz Evo Morales, un indio de carácter impávido y arenoso como la tierra que lo vio nacer. Este raro animal humano, creció en la altiplanicie de escaso oxígeno, trajinada por las llamas, con un horizonte de nieve virginal y un piso hostil a la agricultura. La pobreza estrangulaba su familia. Estudiaba a trechos porque tenía que ayudarle a su padre, desde niño, a la consecución del pan de cada día. Fue de todo. Pastoreó animales en el espinazo de la cordillera, trasquiló ovejas y cardó la lana que después vendía en el mercado popular, pegó ladrillos, se puso el gorro blanco para amasar la harina, cortó leña y atizó el horno, y de noche soplaba la trompeta en los aquelarres fiesteros de los pobres.
En esos ejercicios viriles se hizo hombre. Apenas con el cartón de bachiller, es decir, con un intelecto ayuno de sabidurías elementales, metido en los verdosos cultivos de la coca, fue conquistando un ejecutivo liderazgo. Se tomó los sindicatos, afianzó su jerarquía y terminó siendo un caudillo de palabra recia, con el aditamento de un carácter de hierro, abroquelado para las gestas. Enfrentó presidentes, lideró huelgas, fue encarcelado, estuvo al frente de romerías agotadoras, convertido en un Moisés duro de roer. Ante su avasallaje se abrían las aguas de los mares, suspendía el sol su decurso caminero y paralizaba la respiración de sus adversarios. Nunca fue subversivo. Pese a su temperamento acoplado para la acción intrépida, siempre utilizó los canales democráticos para guerrear por sus ideas. Llegó al parlamento con un 70% de opinión favorable. Después de superar múltiples contiendas, fue elegido presidente. Desde el año 2005 está en el poder. Fue reelegido y ahora, previa reforma de la Constitución, gobernará por cuatro años más.
Morales es un duende. Nada lo desmorona. Tuvo en contra la mitad de los departamentos que propusieron, inclusive, una huelga en los recaudos, capitaneada por Santa Cruz de la Sierra, matriz fabril de la economía boliviana. Todo lo superó exitosamente. Hoy, en América del sur, es el país de mayor crecimiento económico. Va a completar 19 años en el poder.
¿Cómo ha logrado sostenerse, vencer las resistencias de una linajuda élite que siempre tuvo en sus manos la suerte de la nación, cómo capoteó el odio que suscitaba su humilde condición de indígena? Morales está armado en acero, y pasea con orgullo su genética campesina, codeándose como par con los que en el mundo detentan el poder. En los foros internacionales habla con aplaudida habilidad, es frentero en sus tesis, y se iguala a los heliotropos de la tierra con holgada competición. Definitivamente prima el talento en el gobierno de los pueblos.
Se puede discrepar de sus ideas, pero su liderazgo es tan visible como una cordillera.
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