La democracia colombiana se mueve en reversa como el cangrejo. No la perfeccionamos; la destruimos. Un prurito populachero invadió todos los estamentos y reina quien da con mayor largueza un esponjoso pan a quienes gritan en las barandillas. Se gana la voluntad del pueblo, halagándolo. Una demagogia perniciosa, la carrera veloz por las prebendas, la conquista de las masas, licenció la imaginación del legislador para bastardear el imperio de la ley.
Habrá, como es obvio, quien defienda la elección popular de concejales, alcaldes y gobernadores. Se argumenta que la democracia aireó sus pulmones con la participación de la gente que toma ardoroso partido en la selección de quienes la representarán en los diversos roles de la administración pública. Es cierto. Esa fue la órbita de las intenciones. Pero cómo se desnaturalizaron los objetivos creadores para descender en la práctica a la vigencia de unos entes corrompidos.
Indáguese cómo financian los candidatos sus proselitismos, en dónde obtienen el circulante para las parrandas, la vitualla para las comilonas y refrigerios, quiénes pagan los desplazamientos automovilísticos, quiénes contribuyen para cancelar los costosos arrendamientos de las sedes que sirven de bastión a los comandos centrales, o el metal del diablo que se entrega a los que evidencian comprobada habilidad para mercadear la conciencia de los sufragantes; finalmente de dónde salen los caudales para comprar votos. Maldita herencia que recibimos de otras regiones en donde siempre se hicieron de los eventos electorales un carnaval, con hartazgos pantagruélicos, regalos opíparos, ríos de dinero y océanos de ron.
La realidad es dolorosa. Solo los potentados, los mafiosos o los que saben que con secretas mordidas al erario público cancelarán las deudas contraídas, pueden atender los costos de un ardoroso debate electoral. La calidad humana, la meritocracia de los sabios, el rango directriz de los barones consulares, sirven para hacer memoria de aquellos tiempos en que tenían el mando los personajes cívicos.
Se pudrió la conciencia de los colombianos que se acomodó a este desorden institucional. La mira inmediata de los elegidos es la rapiña, el asalto nocturno al erario público para cancelar pasivos y, adicionalmente, rasguñar para el bolsillo propio los bienes del Estado. El saqueo habilidoso a las arcas del municipio o departamento es el oculto objetivo de quienes resultan vencedores.
¿Cuándo y cómo saldremos de este lodazal? ¿Quién amputará las instituciones en las que se enquistó la podredumbre? Solo una Constituyente soberana, saturada del desorden en que ahora chapaleamos, podría, de un tajo, amputar los organismos gangrenados y renovarnos con una Carta Magna que haga la asepsia a las condescendencias corruptas.
No será fácil. Las tajadas que detrás de bambalinas dejan los contratos con el gobierno, las camarillas pueblerinas que organizan contubernios entre alcaldes y concejos, los legisladores que reciben pagos mensuales canaánicos, son una muralla que favorece esta fatalidad.
¡Cómo sería el presente y el futuro de Colombia sin tanto ladrón enquistado en la administración! ¡Sin gobernadores que terminan en las cárceles, sin congresistas en complicidad con la subversión, sin el desangre de los presupuestos de la educación y la salud entregados a los pillos, sin la infame rapiña para desvalijarle a los niños pobres una adecuada alimentación, sin los políticos que súbitamente surgen como desafiantes y vistosos reyezuelos, ¡dándose vidas opulentas con dineros malhabidos!
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