Hace una semana el profesor de Harvard James Robinson publicó en El Espectador un artículo titulado ¿Cómo modernizar a Colombia?, en el que propone, grosso modo, que el futuro del país -un futuro modernizado- depende más de una apuesta por la educación -que a pesar de sus dificultades promete salidas valiosas- que de la lucha por solucionar los conflictos agrarios como la redistribución y restitución de tierras -que suelen terminar "en conflicto y declive económico"-. El futuro, insiste, lo ve más en "jóvenes educados, creativos, nerds, emocionados con sus computadores (…) procedentes de ciudades como Manizales, que tienen más en común con jóvenes en los Estados Unidos que con cualquier persona en Apartadó", y que están llamados a ser más que los campesinos para que, así, hagan "innecesaria y anacrónica" a la élite tradicional.
Robinson suele escribir sobre Colombia a partir de una visión centro-periferia -cosa que de entrada no está mal- pero parece sugerir -o bueno, quizás lo diga categóricamente- que el país se ha mantenido en una suerte de premodernidad y de que es inexistente un proyecto unificado de nación porque las élites tradicionales-rurales-periféricas se lo han impedido a las élites modernas-urbanas-centrales. "Es esta forma de gobierno en la periferia lo que ha creado el caos y la ilegalidad que ha aquejado a Colombia", afirma el autor en otro artículo, llamado Colombia: ¿otros cien años de soledad? Ahí, a mi juicio, hay un error.
Uno puede afirmar, haciendo una simplificación útil, aunque peligrosa, que en Colombia hay dos colombias: la urbana y la rural. El problema es estirar la idea hasta el punto de creerse el cuento de que aquello que constituye a la primera (sus instituciones, su visión del futuro, sus élites) es el paradigma de la modernización que requiere el país.
En nuestro país, de hecho, las élites de ambos lados entraron en una relación simbiótica desde hace tiempo. Sin ir muy lejos, basta con evaluar la victoria de Juan Manuel Santos -un tipo "moderno"- en junio pasado, con la ayuda de Ñoño Elías, Musa Besaile, Yahír Acuña, etc. Se necesitan y, cuando entran en tensión, negocian. Difícilmente parten cobijas.
La referencia de Robinson a Manizales, aunque tangencial, puede ser cierta: jóvenes más identificados con EE.UU. (¿Silicon Valley?) que con Apartadó. La apuesta por la educación que desde hace unos años está en el discurso político-partidista local gracias a la presión de la sociedad civil es una causa loable que posiblemente dé frutos, y cabe perfectamente como proyecto de ciudad. A esto deben unirse los conocidos incentivos al emprendimiento, por ejemplo. Pero Manizales puede ser un ejemplo viciado de lo que el autor sugiere: aquí las élites políticas que han apoyado pactos por la educación suelen coincidir con quienes se hacen elegir a punta del clientelismo que tanto desprecia el profesor como signo de premodernidad y cultura política tradicional.
Pensar, por otra parte, que este modelo -el de jóvenes nerds bien educados creando aplicaciones para celulares- es el más conveniente para modernizar el país, sobre todo porque se parece a lo hecho en el primer mundo, es desconocer, precisamente, la enorme diferencia entre lo urbano y lo rural, pero sobre todo el significado de la tierra para quienes la reclaman como derecho, y como elemento central de un conflicto para el que esperamos propuestas de salidas menos miopes.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015