Los que no somos dueños o gerentes de empresas anunciantes ni estamos en los medios masivos de comunicación, sabemos que el rating es una cifra promedio de espectadores que ven un programa, pero estamos muy lejos de dimensionar qué deben hacer unos y otros para subir este número. Lo que resulta obvio es que lo grotesco, especialmente la violencia, genera rating y a eso parecen dedicarse fervorosamente los canales de televisión.
Con la globalización, asistimos a producciones de canales nacionales en asocio con mega empresas internacionales con gran factura en cuanto a recursos técnicos, locaciones, modelos cuyos cuerpos encajan en los estándares comerciales y escenas parecidas a las de las películas gringas que solíamos conocer como “enlatados”.
Lo triste de la historia es que en la mayoría de los casos estamos, como sociedad, pauperizándonos mental, cultural y éticamente con esas producciones, pues todo el despliegue técnico no sirve a otro fin que el de endiosar a personajes macabros (llámense sicarios, sátrapas, capos de carteles, traficantes) de todos los pelambres.
En los años ochenta y noventa la violencia en el país estaba desbordada. Pero en ese contexto, podíamos llegar a casa a disfrutar historias sobre los avatares de la vida cotidiana y que celebraban la ingenuidad, la superación de la adversidad o nuestra diversidad regional: Tres ingredientes presentes, por ejemplo, en “Café con Aroma de Mujer”. Eran historias en las que había espacio para el humor (“San Tropel” o “Betty la Fea”) o para diálogos elaborados a los que se asomaban las complejidades del alma humana. Recuerden, por ejemplo, las magistrales actuaciones de Judy Henríquez y María Eugenia Dávila en “Señora Isabel”.
La violencia forma parte de nuestra realidad y la televisión no puede ignorarla. Pero eso no significa que la mejor forma de abordarla sea contándola desde la perspectiva de los asesinos y los victimarios. Sobre todo cuando éstos no son personajes de ficción y sus víctimas quedan sometidas a tener que ver a sus verdugos acaparando la atención de la gente.
La violencia aún persiste en el país, pero ahora la mayor parte de las historias de nuestra televisión ponen a los victimarios en el centro. Con ello, lo que hacen esos programas es contribuir a fomentar comportamientos nefastos en una sociedad que no necesita más malos ejemplos. Por un lado, ensalzan los antivalores así declaren lo contrario. Al final, el público termina identificándose con el protagonista, sus metas y ambiciones. Lo grave es que esas metas implican asesinatos, tráfico de drogas y extorsiones. Son ambiciones cruentas que han dejado víctimas reales y no personajes salidos de la imaginación de un libretista.
Al producirse empatía con el personaje, ésta se transforma con el discurrir de la historia en una “normalización” en la que todo (incluso matar) es normal y responde a la mejor salida que tenía el protagonista para lograr su meta. Y como las historias no se hacen sobre malos “de medio pelo” sino sobre los peores asesinos, entonces el mensaje es aún más claro: cuanto más criminal se es, mayores las recompensas y el reconocimiento social que se reciben.
Esto para una cantidad de jóvenes que no han tenido quien les ayude a desarrollar una mirada crítica sobre su realidad y, en cambio, crecen llenos de carencias que (en teoría) la plata puede subsanar, es el corolario perfecto para que el mensaje cale hasta lo más profundo. Y se inserta todavía con más fuerza cuando se trata de un personaje que es real, reconocido, que tiene una cierta “afinidad” cultural o de nacionalidad con el espectador.
No se trata de presentar programas rosa sino de contar historias en las que haya matices, conflictos de interés, dilemas, consideraciones éticas. Pero cuando los personajes son reconocidos “saca micas” de capo que han reconocido miles de asesinatos a sangre fría, poco o nada hay de ello.
A pesar de la crasa ignorancia que nutre los ratings de este tipo de programas, sí existen historias interesantes por fuera de lo macabro; sí existe rating más allá de la oda a los narcos; sí es posible que gusten personajes no basados en criminales. Señores de los canales: ¿Por qué no lo intentan?
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