Vamos a recordar los términos. El narcotráfico lo conocimos ampliamente en Colombia como una estrategia ilegal de carteles, que enviaban cocaína y marihuana por toneladas a Estados Unidos y, luego, a países de Europa. Surgió luego un extenso diccionario de términos y palabras como: guerra contra las drogas, narcoguerrilla, narcoparamilitarismo, traquetos, mágicos, capos y otros. Sin embargo, las que mejor describen nuestra realidad son la narcopolítica y por ende la calificación triste, pero real, de narcodemocracia, sobre todo cuando pasamos de ser un país exportador a consumidor, por lo que apareció la palabra microtráfico.
Leyendo con atención editoriales y columnistas de varios medios digitales nacionales e internacionales sabemos que algo ha cambiado: las autoridades se dan cuenta de que corretear tras los consumidores es tiempo y esfuerzo perdidos. Por ejemplo, un adicto al bazuco no se contenta con una ficha.
"En un rato nos fumamos 16 fichas", me contó un consumidor. En otra ocasión detuvieron en Armenia a una persona de un conjunto residencial en el que viví. Llevaba 60 gramos porque, según explicó luego, se iba de paseo varios días. Lo lamentable es que esos son los resultados que la ley, tal como está diseñada, obliga a los policías a dar constantemente. Todo lo anterior es solo el contexto.
La segunda parte, la de la resistencia a la legalización que recomiendan de expertos y voces, es la mezcla ya nada extraña, pero nada combatida, entre política y drogas (políticos y traquetos) ¿Acaso la prohibición de bebidas alcohólicas en Estados Unidos hace cerca de un siglo no fue igual? Mezcla de política y tráfico de licor. Para que no pensemos que es un problema de un territorio a miles de kilómetros analicemos el porqué subsisten las famosas ollas del microtráfico y la cadena de distribución en municipios de tan solo 10 mil o 14 mil habitantes, en Caldas.
Recientemente he tenido la oportunidad de dialogar temas diversos con suboficiales con pocos años de retiro de la Policía, quienes en su momento se volvieron molestos para algunos políticos locales por el solo hecho de atacar lugares de venta y consumo, hasta el punto de solicitar a sus comandantes que los trasladara. No sé, ni tengo pruebas de que ahora mismo esté pasando. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que el poder corruptor de ese negocio, por ilegal, puede apartar a un servidor público del cumplimiento de su misión para convertirlo en un delincuente más.
Lo que queda de esta reflexión es que si un gran expendio, ubicado en la zona de tolerancia de un municipio pequeño, puede corromper a concejales, secretarios de despacho o al mismo alcalde, primero es porque la persona detrás del manejo está bien cercano y, segundo, a mayor extensión y población mayor es la magnitud de la ilegalidad. ¿Si se han sentido tan cómodamente beneficiados querrán perder ese flujo de caja que financia sus campañas y los enriquece ilícitamente para hacerle guiños a la legalización? No lo creo, esa debe ser una palabra que los incomoda y hasta los asusta, porque la palabra legalidad no figura siquiera en sus pretensiones.
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