Hay una clase de libros que, a juzgar por la crítica, están condenados a un segundo plano en la literatura: los libros con tendencias juveniles. No digo solo “libros juveniles” porque esos hacen parte de otra categoría, se publican en ediciones epecializadas y no se tienen en cuenta dentro del grupo selecto de lo que podríamos denominar como literatura seria –así sea cómica–, la de Cervantes y Shakespeare, por ejemplo. No me refiero a esos sino a los que, aunque se consideran como pertenecientes a ese grupo, no parecen ser lo suficientemente serios, según el juicio de algunos eruditos.
Estos libros con tendencias juveniles se suelen calificar de “pubertos”, “pueriles” o “adolescentes”. Sus críticos muestran una gran distancia con lo que ocurre en la pubertad, la niñez o la adolescencia, que los lleva al insulto o la burla, ya sea por los temas que se tratan o el carácter enérgico –que les parece demasiado enérgico– y optimista, quizás propio de la juventud. Como siempre, hay varias explicaciones posibles: que haya seres tan especiales que nunca pasaron por esas etapas del desarrollo y que hayan nacido adultos y sabios, que haya quienes se sientan muy avergonzados por el candor excesivo de su propia adolescencia, o que algunos sientan envidia de aquellos que todavía son jóvenes.
La opinión contraria a la de esos sabios que se oponen a la puerilidad, y que, según eso, parecen sentirse muy orgullosos de su decrepitud –así algunos de ellos tengan menos de 30 años–, es la de resaltar algunas de las cualidades de la literatura con tendencias juveniles o, por lo menos, mencionar algunas de las ventajas que tiene frente a la literatura con tendencias seniles. En ella aún no está presente ese tufillo reaccionario de pretender que el mundo siempre ha sido igual, va a ser igual y que la mayor virtud humana consiste en adaptarse. Todavía los acontecimientos son importantes, una hoja es una hoja y no la Hoja –su concepto– o todas la hojas. En la literatura con tendencias juveniles no todo lo que ocurre es trivial y siempre igual.
Hay grandes lectores –con canas o sin ellas– que no viven tan sesgados, y son bastante admirables, pero hay otros que, quizá, debido a su enorme sabiduría, han podido refinar su gusto por completo y delimitar sus preferencias con admirable precisión, y detestan todo lo que les parezca contaminado por la rebeldía juvenil, el optimismo de los inexpertos y la soberbia de los necios. En otras palabras, de aquellos que todavía no hablan como el profeta del libro del Eclesiatés. Pero es absurdo pedir que todo el mundo sea igual de resignado y es más absurdo aún sentirse orgulloso de la resignación. Es canalla de parte de aquellos que han perdido todas las esperanzas, o que nunca las han tenido, pretender que todos los demás deban perderlas.
Me atrevería a decir que hay tendencias juveniles en gran parte de la literatura seria, solo que muchas están protegidas por la tradición, el prestigio y la crítica, aspectos sagrados para alguien que pretende haber alcanzado la madurez intelectual. En gran medida, la puerilidad o la senilidad de una obra dependen de la puerilidad o la senilidad del lector –no tanto con su edad–, cuya labor será siempre bastante activa. Cualquier libro puede ser considerado desde el punto de vista más pueril o más senil, decadente y melancólico. Pero no creo, honestamente, que el buen juicio esté relacionado con el escpeticismo radical, el pesismismo, el sentimiento de derrota y, mucho menos, con la depresión.
PAC
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