Un camino de 100 pasos

Ofelia Franco es tan pequeñita que puede caber en la palma de tu mano; es tan pinchada y sencilla a la vez que si pasaras una mañana con ella sabrías que -sin peinarse, ponerse sus sacos de lana, sus aretes y sin su rubor y su polvo Nailen- no sale ni al pasillo de la casa. Es quien te derrite el corazón con un “Hola, ¿cómo le va?, ¿mucho frío?”, desde su silla de madera con vista a la ventana y su cobija azul que le cubre las piernas. 
A su edad no padece de ninguna enfermedad. Lee sin gafas y repite todo lo que ve en el televisor, así nunca entienda lo que está pasando. Siempre que le atrae una imagen dice: “Ve, tan bonito, ¿dónde será eso?”. Es una mujer sabia, yo diría que la más sabia de la casa, a pesar de que no tuvo la oportunidad de estudiar. Cuando detallas su rostro, notas su piel lisa, sus cachetes siempre rojos y sus ojos claros muy alerta. Cuando le preguntas el secreto para dicho aspecto responde: “mija, usted se pone las primeras babas de la mañana en la cara y con eso tiene”.
Amante del dulce y la Cocacola, de los “mecaticos” (como ella los llama), y el chocolate en la mañana. Quienes la conocen se encantan con ella; es imposible de olvidar. Nosotros, su familia, no olvidaremos las volteadas de tajada en aceite con la mano, los regaños de agarrada de “tripita”, los turrones de arequipe escondidos en el sofá, de cada novena cuando nos canta “Pueblito viejo”, de sus oraciones, sus reflexiones, enseñanzas, mensajes y, sobre todo, su risa. Esa que retumba las habitaciones y que, si la vida lo permite, la podríamos escuchar 100 vidas más.
Felices 100 años, abuelita. Te amamos tu familia, amigos y todos los que tenemos el privilegio de conocerte. Gracias por ser alegría, ejemplo y eternidad en nuestras vidas.
Sara Isabel Quintero Cárdenas