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Como es usual todos los años, desde principios de diciembre se reúnen representantes de los gremios, de los trabajadores y del Gobierno para tratar de ponerse de acuerdo en el incremento del salario mínimo que debe regir para el año siguiente. Lo ideal es que el nuevo mínimo se determine en forma consensuada, objetivo que no siempre se cumple, y es entonces el Gobierno, por decreto, quien determina el porcentaje de aumento. Este año, las marchas de protesta le han introducido un nuevo elemento a la negociación, positivo o negativo, según el cristal con que se mire.
Las principales variables que orientan la discusión son el crecimiento de la inflación, tanto la causada como la esperada en el nuevo año, y la variación en la productividad de la economía en el último año. Con la inflación no hay mayor controversia, pues aparte de que está controlada en niveles bajos, cumpliendo los rangos de la meta del Banco de la República, constitucionalmente está estipulado que el mínimo debe garantizar que se mantenga su poder de compra, es decir, que al menos suba en lo que crece la inflación.
Con la definición productividad hay menos concordancia. En teoría, el concepto describe la eficiencia con que la fuerza laboral produce bienes y servicios, y por lo tanto se deben premiar los avances en este aspecto con una mejor remuneración. En Colombia esa mejora la establece el Departamento Nacional de Planeación, y normalmente tiene una correlación con el crecimiento del PIB. Sin embargo, es una medición compleja cuyos resultados siempre son controvertibles.
Según la Cepal, la economía colombiana tuvo uno de los mejores comportamientos en este año que termina, pues mientras el promedio de crecimiento en América Latina fue del -0,1%, en nuestro país se espera que cierre el año con un 3,2% positivo, por lo que después de algunos países pequeños del Caribe y Panamá, lidera el listado. Buena parte de ese crecimiento se explica por el aumento del consumo de los hogares, lo cual depende igualmente de los ingresos familiares.
El problema delicado de tener un salario mínimo muy alto es que se estimula la informalidad laboral, pues los costos asociados a su pago son muy altos. En Colombia, las prestaciones sociales, el subsidio de transporte, los impuestos a la nómina, como los parafiscales, y otras reglamentaciones hacen que a un empleador le valga más de un 50% adicional al sueldo que reconoce a sus colaboradores. Aparte de las rigideces del sistema en cuanto a terminación de los contratos o jornadas parciales, que se traducen en temor o incapacidad de contratar.
En este país casi la mitad de la población económicamente activa trabaja de manera informal, y solo uno de cada cuatro trabajadores cumple con los requisitos para obtener su jubilación, pero tenemos reglas de seguridad industrial y de salud ocupacional que envidian países desarrollados y con pleno empleo. Está bien que se garanticen condiciones seguras a los trabajadores, pero acá se exagera, para no hablar de la forma, muchas veces arbitraria, en que la Unidad de gestión pensional y parafiscales -UGPP- está fiscalizando a los empleadores.
Ojalá se encuentre una fórmula en que no se castigue tanto la generación formal de empleos, que el componente del salario que recibe el empleado sea la mayor parte del costo del empleador y no contribuciones e impuestos que terminan creando burocracias de control que no agregan valor, o corrupción en el peor de los casos.

La discusión del salario mínimo debe centrarse en eso, en el ingreso y la seguridad futura de los trabajadores, y hacerse sobre bases técnicas que garanticen sostenibilidad. La tarea pendiente de mejorar la distribución de la riqueza en este país empieza por una adecuada asignación de los costos laborales en donde realmente deben estar.