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El fallo de la Corte Suprema de Justicia, frente a una acción de tutela, en el que se dan varias órdenes al Gobierno Nacional con respecto al manejo de las protestas sociales, entre ellas disculparse por los hechos del pasado noviembre del 2019 en los que murió el joven Dilan Cruz, luego de recibir un disparo de un arma de un agente del Esmad, tiene al país en vilo frente a lo que puede pasar si el Ejecutivo se mantiene en la posición de no acatar este dictamen, e insistir en esperar el concepto de la Corte Constitucional.
 En su pronunciamiento, el alto tribunal también emitió directrices a la Policía Nacional, la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía y la Procuraduría acerca de su forma de actuar frente a la protesta social. En lo que tiene que ver con el Ejecutivo Nacional el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, se expone a que tenga que sufrir arresto por desacato. En el fallo se establecen varios plazos, dependiendo de la parte accionada, los cuales van desde las 48 horas hasta los 6 meses.
 Estamos ante un auténtico choque de trenes, que en momentos como el actual hacen mucho daño a la democracia. Si bien el fallo de la Corte es polémico y podría ser objeto de críticas bien sustentadas, pertenecer a un Estado de Derecho implica el respeto entre instituciones, y por tanto, al Ejecutivo le compete acatar la decisión y proceder en consecuencia. Es una sentencia en firme, de carácter constitucional.
 Puede el Gobierno, sin duda, hacer reparos y manifestar las razones de su desacuerdo, y hasta seguir los caminos jurídicos que se consideren necesarios, pero no desobedecer lo allí dispuesto. Además de pésima pedagogía a un país ya desordenado, puede interpretarse como un desafío entre poderes públicos que deberían complementarse más que atacarse. El adagio de que la ley es dura, pero es la ley, aplica claramente en este caso, y no es algo que pueda evadirse sin poner en riesgo la misma institucionalidad.
 Ahora bien, tienen razón quienes señalan que el fallo puede tener desequilibrios en el sentido de que parece no percatarse de que el vandalismo y la protesta violenta tampoco pueden ser aceptados de ninguna manera, y que en esos casos la acción del Estado debe ser reaccionar de manera oportuna y proteger los derechos de todos los ciudadanos. En eso hay que ser claros: si bien la protesta social es un derecho que tiene que ser respetado, el ejercicio de ese derecho pierde legitimidad cuando no se ejecuta de manera pacífica.  

La actual situación lo único que hace es polarizar aún más las ya radicales posiciones en torno a las protestas ciudadanas que, a veces se salen de control, y la represión de las mismas que, a veces llega con exceso de fuerza, y que terminan con hechos como los de hace dos semanas en Bogotá, cuando murieron 15 personas víctimas de balas oficiales. Ni una cosa ni la otra están bien, y los poderes públicos deberían actuar en consecuencia, evitando profundizar más las fisuras en el Estado y la polarización en la sociedad, y por el contrario tratando de llegar a puntos de encuentro que logren apaciguar el país.