A veces conviene hacer un alto para atisbarnos por dentro. Es lo que intentaré en esta columna que empecé a escribir en marzo de 1988.
Jamás han faltado el pan y el vino en mi mesa. Tampoco me he retrasado en el arriendo. Se me siguen perdiendo las llaves pero sé para qué sirven. Hice la primaria completa.
Más que ese triunfador descrito en el párrafo anterior, soy un vividor. No le tengo bronca a la vida. Nos  respetamos los espacios como dicen los socialbacanos.
Como Mané Garrincha, filósofo y futbolista brasileño, “vivo la vida, la vida no me vive a mí”.
He perdido 2 centímetros. Cuando saqué la cédula medía 1,73. Como envejecer es cambiar de médicos, uno de ellos descubrió que mido 1,71. Perder apenas un escueto centímetro cada 38,5 años es tranquilizador.
Pertenezco a una familia longeva, lenta para desocupar el amarradero. Sin embargo, el simple dato de la pérdida de centímetros me notifica que he empezado a desaparecer. Además, lamento admitirlo, soy  “un poco muy mucho” más cascarrabias.
Han sido cordiales, respetuosas, mis relaciones con la parienta rica de la vida: la pelona. (Suena terrorífico hablar de la “señora muerte” así sea un truco para mantenerla a raya). Para que familiares y relacionados no tengan que hacer vaca para el entierro, mantengo al día mi seguro exequial.
Tengo acciones en dos espléndidos, talentosos, bellos, íntegros hijos que amasamos entre Gloria y yo. Ennietecemos, no envejecemos. Por razones geográficas, vimos crecer a los  nietos por zoom.
Durante mi viaje a Ítaca he estado bien apertrechado de  familiares y amigos. Muchos de ellos  tienen la amabilidad de gazapearme y cuestionar mis certezas.
De pronto me despierto con el escepticismo alborotado. Para curarme en salud escribí un poema malo que dice: “Señor, si existes-  y yo sospecho que sí-, apiádate de este ateo de días impares”.
Dormía mejor cuando me las arreglaba con la fe del carbonero, definida así en el catecismo del padre Astete: “Fe es creer lo que no vemos porque Dios lo ha revelado”. A falta de diplomas de estudios conservo dos de ducho en Astete. Los firma García Benítez, arzobispo de Medellín.
Me acompañan vacíos culturales, sentimentales, profesionales, de todo orden. ¡Pena me da con los que tienen la paciencia de leerme!
En mi “jodentud”, mi madre me sugería que cogiera destino.  Me lo repetía en una época en la que era vago. No sabía qué hacer con mi vida, la vida tampoco sabía qué hacer conmigo. Finalmente, obedecí, cogí oficio y me volví dizque periodista.
Suelo recordar lo que nos decía en un taller el novelista argentino, Tomás Eloy Martínez: El periodismo es un oficio para la vida y para ganarse la vida, o la papita que llamamos prosaicamente.
He procurado vivir de tal manera que por dentro de mí no espanten. En esa lucha ando.