Entre los ajedrecistas también hay especímenes raros. Uno de ellos es Niemann, el norteamericano que tiene alborotado el mundillo blanco y negro por haberle ganado supuestamente con trampas al campeonísimo Carlsen.
Según el maestro Leontxo García, cronista de El País, de Madrid,  el noruego no ha ofrecido pruebas contundentes del fraude. Ojalá se  despeje la incógnita y constatemos que estamos ante otro genio y no ante un embaucador.
El primer farsante fue el alemán Wolfgang von Kempelen quien en 1769 inventó una máquina, el “Turco”, que jugaba ajedrez. Esa máquina derrotó a Napoleón en su época de vacas gordas. El truco se conoció 71 años después de la muerte de von Kempelen: dentro del aparato metía a un diminuto jugador al que le llegaban las jugadas a través de un complejo mecanismo.
Muchos cometimos pecadillos en nuestros inicios frente al tablero: Cuando nos sentíamos perdidos, provocábamos la caída de las piezas y al ponerlas de nuevo en su sitio, el peligro se había esfumado.
Miguel Tal, el  “Mago” de Riga, Letonia, se hacía contar chistes antes de las partidas. “Si el chiste es malo, pierdo, y si es bueno, gano”. Para el excampeón Kasparov en la mirada de Tal había algo mefistofélico. Algunos usaban gafas oscuras cuando lo enfrentaban.
A manera de talismán, Kasparov llevaba la  misma almohada a todas partes. También se hacía acompañar de su complejo de Edipo, su madre. Retirado de los torneos se empeñó en tumbar al presidente Putin. No lo ha logrado. Me ofrezco para cargarle la maleta en su empeño.
Bobby Fischer se las ingeniaba para desestabilizar a su rival, el soviético Spassky, a quien le arrebató el título. Entre jugada y jugada, Fischer se comía las uñas y se sacaba ruidosamente los mocos. Ambos jugadores fueron utilizados por sus gobiernos como fichas políticas.
Spassky confiesa que su arma secreta era una “voluntad inflexible”, heredada de su madre. Se separó de su mujer “porque éramos alfiles de distinto color”.
A Tigran Petrosian, quien perdió el título mundial jugando contra Spassky, le decían la “Boa” porque abrazaba a sus rivales con sus jugadas para triturarlos después.
El colombiano Óscar Castro, quien derrotó entre otros grandes a Petrosian, sólo llevaba libros por todo equipaje. Se entrenaba leyendo libros de los samuráis. Por su triunfo sobre Petrosian recibió las felicitaciones y cien dólares del desertor Victor Korchnoi, otro trebejista insólito. 
Capablanca, cubano, excampeón mundial, jugaba ajedrez cuando no estaba haciendo el amor, asegura su paisano Cabrera Infante. “Cuando veo una mujer hermosa empiezo a odiar el ajedrez”, decía el dandy caribe que no estudiaba las aperturas.
En el ámbito parroquial, perdí partidas contra mi fallecido amigo envigadeño Gilberto Álvarez porque me distraía oyendo la música que salía de la máquina Singer que accionaba su padre sastre. Lo de la Singer no era truco de los Álvarez. Era bobada mía.