Decía Nicolás Gómez Dávila -en uno de sus escolios- que “las noticias son el substituto de las verdades”. No creo que la afirmación de Gómez Dávila aplique hoy simplemente a las conspiraciones sino al vértigo informativo de cada día y de cada semana, acelerado por los algoritmos que gobiernan las redes sociales y que nos dejan sin tiempo para sopesar y discernir qué es lo que pasa realmente e identificar, o al menor conjeturar, cuáles son los procesos de los que cada acontecimiento da cuenta.
El historiador Eric Hobsbawm declaró en 1995 que las generaciones de fines del siglo XX estaban rompiendo sus vínculos con el pasado y, de contera, con el futuro. Mucho antes que el filósofo coreano Byung Chul Han, Hobsbawm veía en un individualismo asocial cada vez más extendido, la clave de nuestro entrampamiento en una especie de “presente permanente”. Hoy en día, el vértigo cotidiano de las noticias y de las redes sociales, nos hunde aún más en el pozo de un presente sin dirección. No hay proyectos, ni anhelos, ni propósitos, ni visiones compartidas allí donde todo es breve y efímero. En esas circunstancias, resultan difíciles los discursos racionales y la deliberación. La democracia, lo público, las relaciones sociales y familiares, la amistad, el amor, parecen hundirse con nosotros en el pozo de lo efímero. Aislados, sin proyectos y sin visiones compartidas nos hacemos mucho más vulnerables. La inseguridad, la carestía, el desempleo, las guerras, el cambio ambiental planetario, las peloteras entre políticos y sus fanaticadas que apelan al pasado solo en busca de rencor y siembran el futuro de miedo, nos hacen proclives a un catastrofismo en el que cada día viene con su Armagedón.
Quizá una de las razones por las que no nos estamos tomando en serio que una de las especies que vamos a extinguir en esta tierra es la humana, es porque no vemos hacia el futuro: en este pozo del presente permanente en el que estamos no hay futuro. Estamos demasiado absortos en nuestro frenesí que no vemos hacia a dónde vamos o a dónde deberíamos ir. Tal vez por eso hay tanta gente ahora que se desfigura tratando de congelar su rostro en el tiempo. Tal vez por eso también, en nuestra relación con nuestros propios placeres hemos abandonado la satisfacción por la insaciabilidad y perdido, en últimas, el placer en sí. Una sociedad de insaciables no tiene manera de ser sostenible, justa o placentera. Mafalda nunca dijo “paren el mundo que me quiero bajar”. Eso lo confirmó Quino. La salida del pozo no está en bajarnos del mundo, pero quizá, para hallar el camino hacia la salida es necesario reducir la velocidad. Y es muy posible que no sea suficiente reducirla solo un poco, sino mucho. La velocidad a la que consumimos (productos, consignas, información, “experiencias”) ni es sostenible ni nos deja pensar. Pero acaso, si reducimos la velocidad ¿no nos quedaremos atrás? ¿no nos dejará el tren? Esas, creo, son preguntas válidas. No obstante, también deberíamos preguntar hacia dónde nos lleva ese tren. Lo cierto es que para recuperar nuestro vínculo con el futuro (y con el pasado), debemos desacelerar nuestras vidas para pensar. Solo así podremos recuperar nuestra condición de ciudadanos que participan en política, deliberan y construyen visiones compartidas de futuro. Necesitamos un poco de serenidad para buscar nuestras verdades. La mentira y el engaño prosperan en el frenesí. En el vértigo muere la verdad. Debemos desacelerar el ritmo si queremos trascender la trampa de la inmediatez. Sin un poco de serenidad, nada es sostenible.