El filósofo francés Edgar Morin (1921), judío de lejana ascendencia italiana, estudió geografía, historia, derecho…, además de participar como combatiente en las filas de ejércitos defensores de ideas socialistas, en España y otros lugares donde lo llevó su idealismo impetuoso. Sin ser político activo, militó al lado de Francois Mitterrand, líder socialista y presidente de Francia (1981-1995). Tras sus inquietudes intelectuales, Edgar Morin, recorre numerosos escenarios, en los que deja la impronta de sus propuestas filosóficas, desde la cátedra y la literatura, de la que se reseñan numerosos títulos. Uno de ellos es el Pensamiento Complejo, en el que plantea el conocimiento como la deducción de ideas unas de otras, en una sinfín fascinante, al menos para quienes navegan por la filosofía en aguas poco profundas. “Tengo un mar de conocimientos con un centímetro de profundidad”, decía el ideólogo liberal Enrique Santos Montejo, “Calíbán”, por muchos años subdirector y editorialista de El Tiempo, cuando este periódico era faro que orientaba los destinos del “glorioso Partido Liberal” colombiano; y de movimientos análogos en Latinoamérica.  
Si se sigue el hilo de la propuesta del pensamiento complejo, sacando ideas de ideas hasta el infinito, tal vez no se llegue a ninguna parte, pero se hace un recorrido interesante e instructivo. Lo que no sucede con el estilo de la política moderna, en la que prima el pragmatismo sobre las ideas. Estas son un embeleco demodé, que en la práctica es aplastada por “…la actual filosofía: amigo cuánto tienes cuánto vales”, como cantó el maestro Jorge Villamil, un médico doblado de compositor popular, con razonamiento lógico, sin ser émulo de filósofos de cartel.  
“Todo es relativo”, sentencia el análisis de los hechos, sin compromisos distintos al buen suceso de las propuestas que pretendan solucionar los problemas de la cotidianidad social. La rigidez en los programas políticos, por ejemplo, es el resultado de una visión de caballo cochero, que no admite desviaciones, por más que las circunstancias las exijan.   
El pragmatismo moderno ha impuesto un estilo político basado en programas circunstanciales; es decir, en soluciones a necesidades del momento, sin que ningún líder se preocupe por ligarlas a principios o ideales, cosa que nadie entendería, ni le importa, porque el lucro se impone sobre los valores y la ética. Hace un tiempo se habló del “dios dólar”, como en la antigüedad se veneraba al vellocino de oro, y el concepto se consolidó cuando nuevas generaciones se contaminaron con las frivolidades de la farándula, las estrellas deportivas, los “playboys”, los nuevos ricos petroleros, los ostentosos mafiosos, reyes de tráficos ilegales; y la corrupción asociada al poder político y la administración pública. Por desgracia, tales perversidades alcanzaron a la educación de “garaje”, que no forma ciudadanos en valores y sabiduría, sino que vende títulos. No obstante, el optimista piensa: Si “el pueblo es superior a sus dirigentes” y “el bien prevalece sobre el mal”, entonces “la esperanza es lo último que se pierde”.