El general Rafael Uribe Uribe (1859-1914), político y militar colombiano, fue protagonista durante los convulsionados finales del siglo XIX, cuando las guerras civiles estaban a la orden del día, así como el sectarismo político irracional y el fanatismo religioso. Uribe, militante del partido liberal, y único parlamentario de esa colectividad en el Congreso Nacional durante la hegemonía conservadora, tenía ideas sociales y económicas humanitarias, especialmente relacionadas con la tenencia de la tierra y la producción agrícola, tema en el que era una autoridad, por profundos estudios que había hecho. Esa postura lo enfrentaba a los terratenientes y a la jerarquía católica, dueños de grandes extensiones de tierra, por lo que se oponían a cualquier reforma agraria que pretendiera hacer justicia con los campesinos.
Latifundistas y monseñores contradecían así las enseñanzas de Jesucristo y los enunciados de la encíclica Rerum Novarum (1891), del papa León XIII, considerada la doctrina social de la Iglesia. El documento vaticano proponía un equilibrio que morigerara conflictos entre el capital y el trabajo, cuando el apogeo de la revolución industrial y el marxismo en fermento auguraban un enfrentamiento, que finalmente se dio. Uribe, desde sus principios liberales, resulto ser más papista que el papa, mientras que capitalistas salvajes y monseñores se hacían los sordos. Así “se obedece, pero no se cumple”, que practicaron los administradores reales durante la colonia. Esa postura del ideólogo liberal motivó a cualquier prepotente capitalista para preguntarle: ¿Usted lo que quiere es acabar con los ricos? A lo que contestó: No, yo lo que quiero es acabar con los pobres. El corolario de esas diferencias fue el asesinato del dirigente, a golpes de hachuela, en las escalas del Capitolio Nacional, por dos humildes obreros, Galarza y Carvajal, inducidos por oscuros patrocinadores que nunca se revelaron.     
Después del estruendoso fracaso del comunismo, ha aparecido en Latinoamérica un remedo de socialismo, depredador y politiquero, que quiere perpetuarse sobre la base de electores comprados con limosnas, mientras se destruye el sistema productivo y se espanta la inversión. A eso le apuntan dirigentes atosigados de doctrinas populistas, que se tragan sin masticar y no digieren. El pueblo colombiano tiene que impedir que eso suceda, como en Argentina, Bolivia, Chile, Perú y Nicaragua, y se destruya el sistema productivo, estimulando de paso la lucha de clases, para provocar una catástrofe institucional de difícil reconstrucción. El objetivo del gobierno de Petro, que apenas comienza, debe ser pasar a la historia con honores. Algunos de los ministros que nombró le harán mucho daño a su gobierno y a los colombianos. Lo razonable y patriótico es que no espere a que digan como el borracho: “No me empujen que yo me caigo solo”. Túmbelos. Busque alianzas con los empresarios, y procure apoyar el emprendimiento; tienda puentes en vez de levantar muros y, como el general Uribe, propóngase acabar con los pobres, con bienestar, oportunidades, educación y trabajo. Para eso son los recursos del Estado, no para pagar favores de campaña y para montar pedestales ególatras.