Una constante histórica es que los jóvenes pongan el pecho para enfrentar los conflictos bélicos, que promueven de manera irracional los mayores, para resolver conflictos gestados para satisfacer la ambición de poder, el ansia de riquezas o los delirios de expansión territorial. Así ha sido desde los tiempos del garrote prehistórico y las espadas y lanzas medioevales, hasta las armas que ha creado la tecnología moderna. En los campos de batalla se derrama la sangre de infinidad de muchachos, que luchan motivados por la fuerza, los delirios de grandeza o el espíritu aventurero; son reclutados por los estados para ejércitos regulares, o por caudillos de organizaciones delictivas, que utilizan diversos argumentos para seducirlos, entre ellos el dinero y los placeres mundanos. O son retenidos a la fuerza por bandas criminales que, al tiempo que les dan entrenamiento militar para las tareas de mayor riesgo, los atosigan con consignas políticas y sociales en contra del capitalismo y de los gobiernos, presentados como enemigos de las clases populares.  
Los teóricos de las disciplinas socioeconómicas consideran razonables las guerras, porque los efectos mortales que conllevan equilibran la demografía. Es decir, que, si no las hubiera, la población mundial sería inmanejable en términos de sostenibilidad de los bienes requeridos para la supervivencia de la especie humana. Las estadísticas demuestran la validez de este aserto.  
Cuando terminó la guerra de secesión en los Estados Unidos (1861-1865) con la victoria que abolió la esclavitud y evitó la separación de los estados del sur, mientras los norteños celebraban el triunfo, el presidente Abraham Lincoln (1809-1865), en ejercicio, reflexionaba sobre las más de 300 mil muertes que había causado el conflicto, la mayoría jóvenes, y expresó: “Creo que los jóvenes nos son más útiles sobre la tierra que debajo de ella”. El estadista creía que no había nada que celebrar-  
Retomando la idea planteada por las frías estadísticas, sobre el equilibrio de la demografía y el crecimiento de la población mundial, que preocupa a los teóricos de las ciencias socioeconómicas, en vez de conseguir el objetivo sacrificando jóvenes en conflictos bélicos, podría pensarse en controlar los recursos científicos que han conseguido elevar considerablemente las expectativas de vida, es decir, que haya más viejos, con el argumento de que éstos son improductivos, mientras que los jóvenes generan ingresos para sostenerlos, cotizando a los fondos de salud y pensiones. La idea, entonces, sería proteger la vida de los muchachos evitando las guerras y controlar los recursos que prolongan la vida de los viejos, más allá de su capacidad productiva. Pero, en un mundo dominado por la economía, aparece un asunto muy difícil de resolver: el armamentismo es un negocio de gran influencia económica y política, comparable con la industria farmacéutica y la asistencia médico-hospitalaria. Reducirlos implica desequilibrar el sistema económico.