Más allá de la ambición, propulsor indispensable del liderazgo de un presidente, no habría revelación si se dice que Gustavo Petro es también megalómano. Basta leer su autobiografía, “Una vida, muchas vidas” para constatarlo. La novedad, sin embargo, consiste en que demasiado rápido, sin los circunloquios de un Andrés Manuel López Obrador, Petro se lanzó a insinuar una apretujada agenda de liderazgo regional que puede terminar convertida en el refrán “tiene más grandes los ojos que el estómago”.
El desenfreno de anuncios y más anuncios a nivel doméstico, sin consolidar todavía alguno, contraría el principio de que la mejor política exterior es la interior, aunado a que su agenda regional incurre en pecados capitales. La plantea, con poco realismo, a contracorriente de los intereses de Washington; elude considerar el potencial de reconfiguración del orden político global por un eventual triunfo de Ucrania y apunta a la alcahuetería con autócratas y dictadores. Para muestra, el botón de la diferencia entre restablecer relaciones con Venezuela y lavarle la cara al violador de derechos humanos Maduro al designarlo garante de los diálogos de paz con el ELN.
Petro parece todavía atrapado en el tradicional rechazo de la izquierda latinoamericana a Estados Unidos y en la vidorra de muchos presidentes de la región que creen que pueden ganar por punta y punta con la invasión a Ucrania, y sin arriesgar un penique.
Claro, se pueden equivocar, como lo señaló el columnista del New York Times Thomas Friedman, como “los idiotas de Fox que dicen que Joe Biden no puede juntar dos oraciones”. En este caso, Petro y los autócratas subestiman la capacidad de resiliencia de Estados Unidos, cuando lo que ha hecho es recuperar a un ‘muerto cerebral’, como la OTAN, en palabras de Emmanuel Macron, e infligir significativas pérdidas a un poderoso ejército invasor sin perder un solo soldado.
Tales errores de cálculo y la agenda exterior de Petro, que parece diseñada para desalinear a Colombia de los intereses estratégicos de Washington, pueden colisionar contra el muro de un posible triunfo tras bambalinas de Estados Unidos sin parangón desde la Segunda Guerra Mundial.
Las consecuencias pudieran ser imprevisibles por la pérdida de reputación de Rusia, su imposibilidad de continuar ayudando a Venezuela a esquivar las sanciones; por la orfandad de autócratas como Daniel Ortega o Maduro o la imperiosa necesidad de este último de negociar una verdadera transición con la oposición.
Aunque el desafío por la proliferación de regímenes autoritarios y populistas en América Latina no dejará de persistir, Estados Unidos podría pasar de la tolerancia a imponer serias sanciones a Nicaragua. Es que una cosa es querer entronizarse como líder regional con planteamientos sensatos y filigrana política tejida con paciencia y otra es hacerlo con eslóganes de legalización de las drogas, construcciones etéreas de ‘paz total’, que lucen más como capitulación frente al narcotráfico, o gestiones de liberación de presos políticos en Nicaragua que apuntaban al interés personalísimo del presidente Petro.
Recuérdese que por mucho menos, por los problemas de gobernabilidad a finales de los años 80, Colombia y Venezuela perdieron protagonismo en una iniciativa más altruista, como fue el Grupo de Contadora para la pacificación de Centroamérica. Las pretensiones de Petro pudieran chocar ahora, curiosamente, con las reconfiguraciones del poder global originadas en la heroica batalla de Zelenski y contra la codicia del que mucho abarca poco aprieta.