En justicia tanta importancia le otorgó el presidente Petro a la reforma política, que fue la primera que presentó al Congreso al día siguiente de su posesión. La intención que la inspiraba era primero, la de implementar uno de los puntos centrales de los Acuerdos de la Habana, y segundo, la de herir de muerte la politiquería enseñoreada de la democracia colombiana.
Esa iniciativa acaba de naufragar y por enésima vez el país se priva de modernizar sus instituciones, airear el ejercicio de la política, profundizar la democracia y alentar la superación de las condiciones que han hecho de nuestro Estado un aparato tremendamente funcional a la corrupción y la ineficiencia.
A diferencia de los un tanto escandalosos trasiegos que han vivido las reformas a la salud, las pensiones y el régimen laboral, pareciera que el de la reforma política no le interesara tanto a la generalidad de la opinión.
“Muchos ciudadanos no comprenden la razón por la cual se resalta tanto la necesidad de una reforma política. Consideran que la crisis nacional está más relacionada con otros problemas como el conflicto armado, la violación de los derechos humanos, los desplazados, el déficit fiscal, el desempleo, la negación de una pronta y cumplida justicia, la crisis pensional o la falta de oportunidades en seguridad vivienda y educación. Y tienen razón, pero solo en parte, porque quiérase o no, todos esos flagelos son consecuencia del pésimo ejercicio de la política fundamentada en este régimen antidemocrático, discriminatorio y excluyente que nos ha caracterizado durante largo tiempo. Aunque los problemas señalados se pueden y deben enfrentar con firmeza, no es posible alcanzar el camino de su verdadera solución mientras perduren las disfunciones del sistema político…” (Jaime Buenahora Febres-Cordero, ¿Por qué es Necesaria una Reforma Política General?)
Las cinco claves de la reforma política de Gustavo Petro eran la creación de las listas cerradas y paritarias, la financiación estatal de todas las campañas, la exclusiva competencia de los jueces para suspender o destituir funcionarios electos, abrir la puerta a congresistas más jóvenes, y dar un chance para que los congresistas actuales pudieran cambiar de partido y entrar al Gobierno.
La obligatoriedad de las listas cerradas y paritarias era sin duda la almendra de la reforma; buscaba el necesario fortalecimiento de los partidos, la equidad de género, el abaratamiento de las campañas electorales, el aumento de la gobernabilidad, el freno al clientelismo y yo agregaría, la disminución de los costos de las relaciones de transacción del Ejecutivo con el Legislativo. La discusión sobre este componente se fue enrareciendo con los días y dinamitó la coalición del Gobierno.
Como ha ocurrido muchas veces, en el desarrollo de los debates se fueron incorporando elementos nuevos que con la excusa de salvar el proyecto que ya venía haciendo agua, les otorgaban privilegios a los actuales congresistas que como la silla giratoria les permitiría entrar y salir del Gobierno sin tener que renunciar a su curul. Y otro más, la consagración de la virtual reelección de los actuales legisladores al consagrar, con la excusa de salvar las listas cerradas, que el orden de ellos en la papeleta de los partidos para los próximos comicios sería definido con base en el número de votos obtenidos en las últimas elecciones.
En verdad la propuesta de reforma nunca tuvo un gran alcance; fuera de las listas cerradas y la financiación estatal de las campañas, nada realmente medular se contemplaba. El esquema institucional del sistema electoral no se tocó, por ejemplo, no obstante que se propuso. Sigue vivo el debate sobre la excesiva concentración de poder en la Registraduría y el Consejo Electoral. Y sobre todo, sigue pendiente una real transformación de la política. Esta que se hundió, era necesaria pero no suficiente.
Como nos lo recuerda Alfonso Gómez Méndez en un reciente artículo en el Espectador, guardadas algunas distancias y proporciones históricas es inevitable comparar este “retiro” del proyecto gubernamental con otro que por razones de peso y para impedir que los narcos se apoderaran del país, valientemente hicieron Virgilio Barco y su ministro de Gobierno Carlos Lemos Simmonds en la Navidad de 1989.
Ese episodio hizo inevitable la búsqueda de un mecanismo extra constitucional (una constituyente), que permitiera destruir la infranqueable puerta que hasta ese momento había imposibilitado una reforma constitucional, vía Congreso.
Los tiempos no son tan distintos ni tan distantes; otras reformas vienen en camino de fracasar y lo que ha ocurrido con esta de la política, bien puede ser el inicio de un bloqueo institucional que haga inevitable poner a funcionar la imaginación.
Ya lo dijo Marx en el inicio de su Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa. Que esté atento el Congreso.