De los diálogos regionales vinculantes oímos hablar por primera en vez en el discurso de Gustavo Petro la noche en que celebró la victoria electoral que lo puso en la Presidencia de Colombia. En un principio creímos que se trataba de un mecanismo encaminado a situar el centro de las negociaciones de paz, en los territorios. La idea fue cambiando y terminó siendo, por voluntad del presidente, el eje principal de la construcción del Plan Nacional de Desarrollo. 
Desde el primer gobierno de Uribe se han venido practicando en Colombia ciertas formas de participación ciudadana que se pretenden estadios superiores de la democracia de representación; consejos comunitarios se llamaron en un principio, y luego, ya en el gobierno de Iván Duque, Talleres Construyendo País. En estos encuentros no se elaboraba en estricto sentido política pública; servían sí para escuchar a algunos sectores, por cierto, muy reducidos de la comunidad y, ante todo, para ejercer actos de autoridad y de poder, ordenando hacer pequeñas obras, gestionando inquietudes, tramitando quejas y hasta ordenando la captura irregular de algún eventual delincuente puesto en la picota pública en esos mismos eventos. Con Uribe, estas puestas en escena desataban el fervor de la comunidad y eran seguidas por la gente casi con devoción a través distintos medios de comunicación. Cuando a Duque se le acabó la clientela y vinieron los tiempos tristes de la pandemia, migró a la televisión con el programa prevención y acción que ha sido, entre otras cosas, el más aburrido de toda la historia de la pantalla chica en Colombia.
Estos experimentos de claro tinte populista parecieron poner en evidencia la crisis de nuestra representación política y sirvieron para contener en cierta medida el deterioro dramático de la confianza ciudadana en el Estado, en sus instituciones y en sus líderes.
El discurso que sustenta los diálogos regionales vinculantes es la creencia de que es el pueblo el que tiene derecho, y puede, formular y construir la más importante política pública del Gobierno, el Plan Nacional de Desarrollo. Ese es el mensaje implícito con que se anuncian las bondades de los diálogos. Lo correcto sería decir que aquí lo que hay es una convocatoria a diversos sectores ciudadanos para que ellos expresen ideas, formulen inquietudes, propongan soluciones, manifiesten sus exasperaciones, reclamen sus derechos, expongan sus deseos, exijan soluciones e incorporen finalmente insumos a ese Plan de Desarrollo.  Pero es bueno que la gente entienda, para evitar frustraciones y nuevas sensaciones de engaño y de fracaso, que el Plan de Desarrollo no lo elabora ni siquiera el presidente Petro, sino que es el fruto de unos procedimientos claramente establecidos por la Constitución y por la Ley. Procedimientos que entre otras cosas incorporan con nitidez, importantes y efectivos mecanismos de participación ciudadana.
Suena bien a los oídos de una ciudadanía desencantada y por siglos marginada, hablar de democracia directa y de democracia de participación. El riesgo es que, sin llegar a ellas, caigamos en la democracia plebiscitaria, concepto que ha usado la ciencia política latinoamericana para calificar a los gobiernos que, justificándose detrás de una relación directa con el pueblo, pasan por encima de las instituciones y procedimientos establecidos para la toma de decisiones. Y no es que esos gobernantes convoquen permanentemente a plebiscitos, lo cual no sería ni malo, sino que lo que buscan es hacer tabla rasa de todas las disposiciones institucionales que les estorban o les impiden oír en vivo y en directo el aplauso de las masas.
El devenir de los diálogos regionales vinculantes ha sido tortuoso; se tuvieron que reprogramar para corregir su metodología y perfeccionar la logística. Subsisten quejas de desorden por parte de ciertas comunidades, “problemas de éxito”, dijo el consejero de
regiones, Luis Fernando Velasco.  De la rigurosa sistematización de la información recogida en los diálogos que logren los funcionarios de Planeación Nacional, dependerá su efectiva incorporación al texto del plan de desarrollo que constará, según dijo el director de ese departamento administrativo de no más de 120 páginas. La aprobación final del Plan dependerá del concepto del Consejo Nacional de Planeación, del destino de las consultas con los gobernadores y de la decisión que finalmente tome el Congreso de la República. Lo que significa que, al margen de la idea del Gobierno en torno al objetivo de los diálogos, estos terminarán siendo, ojalá, más democracia directa y participativa, que plebiscitaria.  
PD: Hablan bien de nuestra democracia las diferencias conceptuales que se presentaron entre los empresarios agremiados en la ANDI y el Gobierno en torno a varios aspectos de la reforma tributaria; y más aún, la decisión libre, unánime y categóricamente independiente del gremio de ratificar por 5 años más en la presidencia a Bruce Mac Máster.