Unos minutos antes de concluir el año el presidente Petro publicó un Twitter donde le anunciaba al país que con cinco organizaciones armadas ilegales se había acordado un cese bilateral del fuego. La noticia marcó la agenda noticiosa durante dos días y fue recibida con generalizado entusiasmo, hasta que un comunicado de la guerrilla del ELN les hizo saber, dos días después, al Gobierno y a los colombianos, que ese cese al fuego no había sido discutido ni concertado con ellos.
Las conjeturas y vaticinios de quienes por esta época incurrimos en ese odioso lugar común de pretender adivinar el futuro inmediato, cambiaron de matiz y sobre todo de formas: con una agenda legislativa claramente definida, y los supuestos de una mayoría asegurada para respaldarla, todo parecía indicar que tanto la paz total como las reformas pensional, laboral, de salud, política, agraria, justicia y de educación, tenían un camino auspicioso, dando por descontados, naturalmente, los debates inevitables y los consensos necesarios.
La importancia de adelantar estas reformas es innegable: Colombia es uno de los países en donde la gente es más desigual después de impuestos y de pensiones; el sistema laboral adolece de arcaísmos que no se concilian con una economía acentuadamente de servicios y mediada por la innovación y la tecnología; el sistema de salud requiere ajustes que, sobre la base del reconocimiento de lo que funciona bien, se fortalezca, ajustándolo, eso sí, para asegurar que su estructura no exacerbe la corrupción y la ineficiencia, e impida, al mismo tiempo su captura por intereses privados; el problema agrario, nicho donde se han incubado casi todas nuestras violencias, tiene que ser resuelto de una vez por todas; la política criminal debe ser radicalmente revisada a la luz de la altísima impunidad reinante y del desastre del sistema penitenciario y carcelario; las leyes que orientan el sistema educativo ya están muy vetustas y no consultan, entre otras cosas, los enormes avances de la ciencia, la innovación y la tecnología y menos los lastres de la reciente pandemia que precarizó, en especial, la educación preescolar, básica y media, y profundizo las brechas sociales de un sistema ya de por sí tremendamente inequitativo; la reforma política que debería ser la primera en aprobarse porque arropa y hace viables todas las demás, siendo un acto legislativo que involucra intereses más sensibles a los parlamentarios, plantea en su trámite complejidades muy problemáticas, que se harán mucho más evidentes con la cercanía de las elecciones territoriales.
La necesidad reconocida por muchos sectores de adelantar estos cambios, las mayorías más o menos aseguradas en el Congreso, la favorabilidad ciudadana expresada en recientes encuestas, son factores que actuaron en estos primeros meses de Gobierno para crear un ambiente favorable a la cristalización de las promesas de campaña. 
Sin embargo, ese ambiente un tanto propicio se ha venido enrareciendo con el paso de los días; las declaraciones erráticas y desafinadas de muchos altos funcionarios del Estado, los anuncios grandilocuentes del propio Presidente a ritmo de Twitter, las ocurrencias de quienes fungen como agentes oficiosos del Gobierno que sobreponen la militancia y la ideología a la sensatez administrativa y al apego a la ley: es una insensatez y un desafuero jurídico por ejemplo, la reciente directiva del Director del Departamento Administrativo de la Función Pública que pretende de manera atropellada cumplir la promesa de acabar con los contratos de prestación de servicios profesionales en las entidades nacionales y territoriales del Ejecutivo. No tiene ese Departamento la competencia legal para hacerlo, desconoce normas precedentes, vulnera ciertos aspectos de la autonomía territorial y deja en el aire a más de 970.000 contratistas. 
Descontados otros episodios que terminan siendo una cadena de sistemáticos yerros, la expedición del decreto que ordena el cese bilateral del fuego con las organizaciones ilegales y criminales que han manifestado su intención de acogerse a la política de Paz Total, no lo logramos digerir todavía, primero, porque una medida de esa naturaleza no se decreta, se acuerda; y segundo porque se desconoció al más importante actor de esta política del lado de la delincuencia, al ELN. 
Es tan delicado el asunto que uno no entiende si fue fruto de un error, de la ingenuidad, de la impericia de los negociadores, del optimismo desbordado, o de la arrogancia del poder que cree poderlo hacer todo sin consultar con nadie. Por más que se ha esforzado el Gobierno en aclararnos el episodio, no lo ha logrado y solo queda esperar que lo que ha ocurrido no sea el abrebocas de un desenlace no deseado de esta ambiciosa, y sí, deseable, pretensión del presidente Petro.  La gobernabilidad y la efectividad del liderazgo presidencial salen resentidas de este tipo de situaciones y esto pone en riesgo la viabilidad de las más importantes transformaciones que quiere llevar a cabo; esto sin descontar, claro está, la difícil situación económica del entorno nacional e internacional: la inflación más alta del siglo en Colombia y los anuncios de la Dra. Georgieva, directora del Fondo Monetario Internacional sobre la evolución negativa de las tres economías más importantes del mundo, Estados Unidos, China y la Unión Europea, no son precisamente razones para el optimismo.