Las importantísimas colecciones de literatura colombiana que dirigió el recién fallecido Juan Gustavo Cobo Borda (1948-2022), apoyadas primero por Colcultura y después por el ministerio del ramo, fueron claves para tener presente y viva la literatura del siglo XX, una fascinante aventura no solo reducida a la novela, sino llena de sorpresas en el campo de la poesía, el ensayo, la crónica, el aforismo, la historia y la filosofía, entre otras ramas del saber expresado en palabras a través de la escritura.
Ya antes Cobo Borda había desempeñado un papel importante en la promoción de escritores de su generación y posteriores cuando trabajaba en la revista Eco, publicada por la librería Buchoolz, que no solo abrió sus páginas al pensamiento moderno y a la literatura mundiales, sino a los nuevos autores de su generación, que aparecían intercalados con obras maestras de todos los géneros provenientes de Europa y América Latina. Allí publicaron también Fernando Charry Lara, Ernesto Volkening y Danilo Cruz Vélez.
Antes, otras generaciones habían promocionado con entusiasmo la literatura colombiana en todo el territorio, a través de generosas colecciones publicadas con el apoyo de algunos gobiernos en la primera mitad del siglo durante la República liberal, sin olvidar la tarea valiosa paralela de muchas instituciones que como el Instituto Caro y Cuervo o el Banco de la República rescataron después en bellas y cuidadas ediciones las obras olvidadas, perdidas o inéditas de grandes autores de todas las épocas, como Joan de Castellanos, la Madre Josefa del Castillo, Soledad Acosta de Samper, José Asunción Silva, Julio Flórez, Miguel Antonio Caro, Rufino J. Cuervo o Rafael Pombo.
Con ellos, debería destacarse el papel de la gran Editorial Arturo Zapata, de carácter privado, que existió en Manizales de 1926 a 1954, donde publicaron sus obras grandes escritores como Fernando González, César Uribe Piedrahíta, León de Greiff y muchos más. También debería subrayarse la tarea de la revista Mito, dirigida en los años 50 por el poeta y ensayista Jorge Gaitán Durán, que abrió puertas en sus páginas a la literatura hispanoamericana y publicó obras claves de autores colombianos como los entonces jóvenes Gabriel García Márquez, Darío Mesa y Alvaro Mutis, entre otros.
También debe destacarse la generosa labor de Manuel Zapata Olivella en su revista Letras Nacionales y su activismo permanente para abrir puertas a los autores contemporáneos y a los nuevos que como Óscar Collazos despuntaban en los años 60. Gracias a la pasión literaria de tantos hombres y mujeres de letras del siglo XX, se pudo conservar de esa manera el acervo literario del país, que debería de nuevo ponerse a circular en el siglo XXI con el apoyo de las instituciones y el Estado, para no dejar el rumbo de las letras nacionales solo en manos de las editoriales multinacionales privadas. Todas las instituciones mencionadas realizaron a lo largo del siglo XX una tarea fundamental para elaborar el mapa de las letras colombianas, registrándolas con excelentes notas introductorias de grandes especialistas. Gracias a ellas se rescató la obra de José Antonio Osorio Lizarazo, un escritor colombiano que vivió mucho tiempo fuera del país y realizó una activa obra narrativa y periodística dispersa en el continente, en la que se destaca su trilogía de novelas bogotanas, que fueron uno de los primeros atisbos de la novelística urbana, una descripción magistral de personajes que luchaban en la capital por sobrevivir al frío, la burocracia y las dificultades económicas.
También gracias a esa labor de los recopiladores y editores redescubrimos la obra narrativa del genial Tomás Carrasquilla, la escritura aforística de Nicolás Gómez Dávila, la tarea crítica cosmopolita de Baldomero Sanín Cano, los versos malditos de Porfirio Barba Jacob, la literatura del gran Jorge Zalamea, la vasta summa poética de León de Greiff, los versos escasos pero claves de Aurelio Arturo, y se exhumó la obra irreverente de Fernando González, nuestro Nietzsche antioqueño.
Sin esa labor apoyada por las instituciones, bancos, universidades, ministerios, editoriales independientes no conoceríamos obras que como las de Meira del Mar, Elisa Mujica y Helena Araújo fueron acogidas en las diversas colecciones creadas con pasión y sin ánimo de lucro por quijotes colombianos amantes de la literatura y los libros. Porque la gran tragedia de los países que no conservan y cuidan la obra de sus autores nacionales y regionales, es que muchos manuscritos y archivos desparecen con la muerte, lo que significa la pérdida definitiva de un invaluable patrimonio cultural.
Que el impulso de las diversas generaciones de críticos y editores del siglo XX sea ejemplo para que en el siglo XXI realicemos una nueva cartografía de los autores de ambos sexos secretos, olvidados, perdidos e ignorados en ciudades, pueblos o regiones del país. Todos sus materiales deben ser buscados y rescatados con amor y editados con cuidado para que la literatura colombiana siga viva.