El día de la final del Mundial, escribí que “este título de Messi es el cierre de etapa de toda una generación”. La mía, la que se fue metiendo en la adultez de su mano y con sus pies. En parte lo decía porque parece una alerta de que “nuestra generación se quedó en pequeñez y él es el gigante”. Su máxima consagración, al final de su carrera, puede ser un dictamen para nosotros y nosotras, ya desde temprano. Eso son los ídolos de cada tiempo, un contraste para las personas hermanas de época.
Con menos de 20 años, Messi construía su mito con las primeras tomas que pasaron en HD y por redes sociales. Por su parte, en América Latina, su generación seguía en el mundo a blanco y negro de la enésima versión de la Guerra Fría: esa de los buenos o malos que dictaban Álvaro Uribe, Hugo Chávez y otros. De esos presidentes que en directo mandaron a expropiar y a capturar gente, aprendimos a hablar largo sin oírnos y a acusarnos con el dedo, a tratarnos de idiotas útiles del otro bando y de enemigos disfrazados de civil. Ya Messi respondía entrevistas solo con un “sí” o un “no” sobre los 35 goles en 37 partidos en las inferiores, en 2004.
El escritor argentino Hernán Casciari acaba de publicar un fragmento de un texto que publicará completo en febrero. Se llama ‘La valija de Lionel’. Invito a leerlo. Solo pongo acá aquello que nos reta. Dice: “Por eso la Humanidad entera deseaba el triunfo de Lionel con tanta fuerza. Nunca nadie había visto, en la cima del mundo, a un hombre sencillo”.
Digamos que Casciari exagera bonito como algunos argentinos. Pero digamos, también, que de argentinos supimos que exagerar es una forma de acercar el lente para que la opinión caiga grande y pesada. Solo así se entiende que nunca habíamos visto en la cima a una persona de esas. La sencillez del insulto “mirá payá, bobo”, la ligereza para girar sobre la marcha con el balón sin necesidad de lo estrambótico. Pero esa sencillez se entiende es en su alusión a Diego Armando Maradona, el contraste, ya solo memoria, de la generación de nuestros padres y madres.
En El País de España, el mexicano Juan Villoro y el argentino Martín Caparrós mantuvieron una ida y vuelta epistolar durante todo el Mundial. El día antes de que Argentina debutara contra Arabia Saudita, el segundo escribió. “Messi ya sabe que, aunque gane, Maradona nunca lo sabrá (...) Pero eso lo libera: ya no tiene que jugar para el Otro, contra el Otro; puede jugar para él, para sus compañeros, para todos nosotros: puede jugar, jugar, jugar”.
Y continúa: “pero esta vez, acompañando su liberación, hay toda una generación que viene liberada. La sombra de Maradona ya no se alarga tanto. (...) no se empeñan en comparar todo lo que hace Messi con lo que hizo su predecesor –y, por lo tanto, aman al 10 presente por sobre todos los pasados. El pasado hay que hacer añicos, cantaron, entusiastas, y están dispuestos a pensar solo en lo que tienen ahí delante”.
¿Está liberada su generación? Parecemos todavía presos. El pasado nos tiene con marca hombre a hombre. La experiencia fue pobre con el autoritarismo y la crisis financiera de principios de siglo. Aunque avancemos con una vida de éxito, en el término más neoliberal de formación, productividad, competencia, familia, propiedad, reconocimiento, indicadores de resultados, al final todo está montado sobre un carruaje pesado que tiene en la depresión y la ansiedad su motor. Es nuestro exceso de pasado o exceso de futuro, y Messi ya se hizo solo presente.
Lionel es ahora un “bárbaro”, en los términos que Walter Benjamin usa en su texto de ‘Experiencia y pobreza’: “¿Pues adónde lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Lo lleva a comenzar desde el principio, a empezar de nuevo (...) Entre los grandes creadores siempre han existido aquellos tipos implacables que lo primero que han hecho ha sido tabla rasa Porque querían una mesa limpia y despejada para dibujar y proyectar…”.
Los dos goles de Maradona en el 86, contra los ingleses, fueron contraste de un ídolo de vicios pero también de revoluciones. ¿De qué nos sirve un Messi campeón? Quizás para medir qué tan ricos queremos ser a punta de imagen y atajos financieros –vicio suyo y nuestro–, o mejor para inspirar la barbarie de reiniciar todo.