Hace un año voté por Gustavo Petro en la segunda vuelta y, contrario a lo que me reviran en redes sociales cada vez que lo critico, no estoy arrepentida. Lo prefiero a él frente a Iván Duque y a Álvaro Uribe, y si hoy tuviéramos que volver a elegir entre Petro y Rodolfo Hernández votaría otra vez por la Colombia Humana, por razones que van desde la esperanza ante un gobierno progresista en un país con élites tan acomodadas en la derecha, hasta lo impresentable del proyecto político (o la ausencia de proyecto) de Rodolfo Hernández.
A Petro le gusta decir que 11.291.986 colombianos respaldaron su programa. Me parece más preciso indicar que ganó por menos de 700.000 votos, porque eso recuerda que casi la mitad prefirió otra opción, y porque en estos nueve meses de gobierno es posible que esa ventaja haya disminuido o desaparecido. El viraje de Chile a la derecha es un espejo del péndulo electoral que nos espera.
Las encuestas muestran que la favorabilidad de Petro viene cayendo, como le pasa a la mayoría de los gobernantes después de la luna de miel de la posesión. Pero más allá del racismo y el clasismo que leo en algunas críticas a su gestión, sí creo que Petro hace y dice cosas que dejan patidifuso a parte de su electorado.
La lista de desconciertos es amplia: hay decepción en el sector cultural, que está al garete; la implementación de los acuerdos con las Farc y de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad tiene más tropezones que avances; no se ven los nuevos cupos en universidades, ni las hectáreas para los campesinos, ni los puestos de trabajo prometidos en campaña; no arranca el Ministerio de la Igualdad; el Clan del Golfo sigue fuerte; hay mucha incertidumbre por la reforma a la salud, y hay desazón en las bases progresistas de algunos departamentos (Caldas, por ejemplo) por el respaldo que Petro le ha dado a politiqueros tradicionales. El cambio no era para reencauchar clanes.
Ganó la Colombia Humana pero estamos viviendo una Colombia demasiado humana. La conversación pública incluye si Verónica Alcocer, la esposa del presidente, define nombres y cargos; si Petro dedica demasiadas horas a Twitter, cuando debería estar atendiendo complejos asuntos de Estado, y si la conformación de su gabinete, que es una decisión de representación política, está atravesada también por minucias emocionales, como excluir a quienes se atreven a contradecirlo con firmeza. Si en la empresa privada resulta dañino que los administradores se rodeen únicamente de áulicos que repiten “muy bien jefe”, con mayor razón se prenden las alarmas si esto pasa en un gobierno.
Se critica que las mujeres somos muy emocionales y esa frase esconde dos prejuicios: que la emocionalidad es negativa y que la racionalidad pertenece al mundo de los señores. La emoción puede ser un motor maravilloso y los hombres también se mueven por emociones. No obstante, además de emoción se necesita técnica y lo que Petro transmite son ganas, intenciones, ideales, discurso, símbolos, pero falta claridad en la ruta para pasar del “qué hacer” al “cómo hacerlo” en un mandato de cuatro años, con una estructura institucional robusta y reglada, como debe ser en cualquier democracia.
Por ello son tan visibles los técnicos como José Antonio Ocampo “el adulto responsable” y Jorge Iván González “el sabio” de Planeación Nacional. En contraste, la percepción sobre Petro (aguzada después de su último cambio de gabinete) es que el gobierno orbita en torno suyo, que es muy terco e impulsivo, que es soberbio ante las voces contrarias, que no ha aprendido de feminismo y que de su remota vida armada le quedó la paranoia de ver enemigos donde no los hay. 
La imagen del hombre enamorado de su voz hablando desde un balcón es muy cercana a la del hombre desaforado en Twitter: son fotos de la soledad del poder que necesita ratificar que ahí, en el pueblo, entre la masa, en la plaza o en la pantalla, el público que lo respalda sigue atento a sus mensajes. Sin embargo, recibir cariñitos virtuales en forma de “me gusta” no significa nada a la hora de votar.