Esta es una puerta grande. De esas que no se van a cerrar nunca en la memoria. Como en tantas otras gestas de su historia, Manizales ha sabido llevarle la contraria a la adversidad desde su Monumental plaza de toros.
Ahí quedan para siempre dos tardes hechas a mano limpia. Con ganaderías nuestras y con toreros nuestros. No porque las y los de otros lados no hayan querido ponerse (de hecho lo hicieron y se les agradecerá por los siglos de los siglos).
Pero nada más acertado por parte de Cormanizales que jugarse el pellejo con la propia familia, la de aquí, la de toda la vida.
Claro, ya ahí, camino a la plaza y, luego, dentro de ella, las cosas toman otros sabores y otros colores.
Comencemos por lo que más pesa, ese crespón negro que ondea por tantos que se fueron en estos meses. Allegados, y no. Taurinos, y no. La ausencia que no para de crecer.
Y el telón de fondo de los tendidos hecho nada más que cemento y soledad, sin el abrigo de la afición.
Y el inmenso vacío de ese tendido joven, cada vez más grande. en donde los años se cuentan al revés porque su pasión va de la mano con la alegría.
Y la música callada de una banda que tiene la bendita costumbre de sonar cada vez mejor, con el pasodoble de la Feria como enseña. ¿Dónde carajos andan confinados el himno de la ciudad y el de Feria de Manizales? Cuídense, también los necesitamos.
Los únicos que no paran, porque no pueden y, sobre todo, porque no quieren, son Cormanizales y ese equipo con el que Juan Carlos Gómez sale campeón todos los años.
Con los monosabios de Orlando, como mejor expresión de humildad y trabajo. Aparte de torería, porque la tienen toda.
Y sobre ese ruedo gris que siempre anda presto, caiga lo que caiga del cielo, el señor toro. Como ese extraordinario ‘Reyecito’ de Ernesto Gutiérrez Arango que, en la corrida del domingo, puso fin a la eterna discusión de si el indulto era merecido: unanimidad total.
La que también sucedió a las dos faenas de Cristóbal Pardo para reconocer, sombrero en mano, que estamos ante un torero maduro, capaz de escribir un tomo para devorar en esta segunda parte de su carrera. Él tiene la palabra y la pluma.
Y toros como ese de Juan Bernardo Caicedo, cuarto del festejo, que se hizo tren una vez el propio Cristóbal le marcó el camino en los medios.
Y el de Gutiérrez, pronto y noble, que también supo escanciar Luis Miguel Castrillón en su primer turno para llevarse más que una oreja. Poco, porque lo que valió fue lo otro, torero: su lentitud, su temple, su desmayo, todo eso que, junto, hace de su bien torear una forma de belleza.
Y sin olvidar el toro ese último de aquella tarde, un Barbero con toda la barba al que no hubo carnet con qué pedirle papeles. Siempre plantó cara en los medios sin reducirse un centímetro en su imponencia.
Cosas así pasaron (hay más pero falta espacio) y se hicieron tan grandes que, por horas, durante dos días nos olvidamos de la peste. O que igual sirvieron para decirle al manso ese con peligro que anda suelto por el mundo que mientras haya una luz hay una ilusión.
Y Manizales, para quienes amamos esta expresión de libertad que son los toros, es esa luz, que ya volverá con toda intensidad, como tantas otras cosas, más temprano que tarde.
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