Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Hoy es el día en que se cumple la promesa hecha al iniciar la cuaresma: “Infundiré en ustedes mi Espíritu y vivirán”. Hoy podemos pedir juntos el Don del Espíritu Santo descrito en la Biblia con imágenes vivas de “Luz, Fuego, Viento impetuoso…” de las que Él se sirve para guiarnos a la “verdad completa”. Y teniendo el Espíritu entraremos en la dimensión verdadera de la felicidad que tanto buscamos y pedimos.
El Padre nos concede el Espíritu con frutos abundantes: “Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí… así, el Espíritu penetra nuestra alma; es la fuente del mayor consuelo. El Santo Espíritu es dulce huésped del alma; descanso de nuestro esfuerzo. Tregua en el duro trabajo; brisa en las horas de fuego. Gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. ¡Cuánto vacío en nuestra existencia si el Espíritu no está dentro de nosotros!
La palabra de hoy nos enseña que El Santo Espíritu es “Descanso de nuestro esfuerzo”, da sentido y transforma el dolor en fuerza y crecimiento; es el Don que nos concede el Padre cuando se lo pedimos siguiendo el camino recorrido por La Virgen María, los apóstoles y quienes les acompañaban:
(1) Reuniéndonos o congregándonos (Hechos 2, 1);
(2) Bendiciendo al Señor (orando y alabando) y sirviéndole haciendo su Voluntad, es decir cumpliendo sus mandamientos (Salmo 123; Juan 14, 15-16. 23-26); y,
(3) Vivir según el espíritu y no según la carne, vivir con el espíritu de Cristo en nuestro ser (Romanos 8, 8-17). Y así perseverar en la oración e imponernos crecer en pureza, verdad, justicia y amor en todos y cada uno de nuestros actos.
Los católicos debemos examinarnos: ¿Estoy yo trabajando estos tres puntos en mi vida diaria?
El Santo Espíritu nos concede el Don del Discernimiento: “Saber a cada instante dónde está el bien y dónde está el mal” (Cfr. Heb 5,11ss). Si nuestro corazón está seco, el Espíritu es el agua que le riega; Él sana nuestras heridas; lava nuestras manchas; guía a quien tuerce el sendero, nos hace fácil renunciar al pecado.
Es posible que tengamos el corazón reseco por falta de amor. La aridez en nuestra existencia se ve reflejada en los malos tratos que damos a las personas que nos rodean y especialmente a quienes están más cerca. Nuestros tonos de voz se alzan y muchas veces decimos palabras que hieren y ofenden. El Espíritu Santo nos concede la capacidad de perdonar. Él nos ayuda a no juzgar y hasta nos hace capaces de declarar inocente a quien nos haya hecho daño. Lo que es imposible para el ser humano, es posible para Dios.
Oremos así a lo largo del día: “Ven, Espíritu Divino”. Repitámoslo muchas veces para que nuestras heridas y recuerdos vayan sanando. La oración aumenta la fuerza en nuestro ser frente a la enfermedad; adquirimos un sentido mayor al sufrimiento y somos capaces de amar en donde el mundo no ama.
Dejémonos enjugar las lágrimas de nuestros ojos y llenar de muchísima esperanza. Por el Bautismo se nos dio el Espíritu Santo, el mismo amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5,5). Pentecostés es ahora. ¡No dejemos pasar esta única oportunidad para alcanzar la verdadera felicidad!
Hechos 2,1-11; Salmo 103; Romanos 8,8-17; Juan 14,15-16.23-26
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