Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Todos queremos ser felices, pero... Conseguir la felicidad es fruto de un largo proceso de vida probada. Un camino seguro para encontrarla es vivir en la humildad.
Etimológicamente “humilde” deriva del latín “humilis”, que a su vez viene de “humus” que significa tierra. Humilde es aquel que no se levanta demasiado, sino que se mueve cercano a la tierra. Modernamente decimos “bajo perfil”.
Soberbia viene del latín “superbus”, que traduce soberbio, un sustantivo femenino que se refiere a la altivez, presunción o desdén desordenado, necesidad de ser preferido a otros. Persona que se presume o cree ser superior a quienes le rodean por su posición económica o social, o por alguna cualidad o característica especial y que lo demuestra con conductas de “alto perfil”, incluso peyorativas.
La Sagrada Escritura nos aclara cuál de las dos actitudes debe tener el ser humano para llegar a la plenitud de su existencia: “Cuánto más grande seas, debes humillarte y alcanzarás el favor del Señor” (Eco 3,19).
Esta humillación se refiere al abajamiento del ser; al descenso, al buscar desaparecer antes que figurar o pretender reconocimiento. El mundo actual considera importante a quien vive satisfaciendo altos intereses personales de tener, poder y placer. Desde muy niños escuchamos a nuestros padres decir: “Usted debe ser alguien en la vida”. Aquí “alguien” suele significar tener fama, dinero, sobresalir, ser más que los demás.
La Palabra de Dios nos habla de los “Anawim”, término hebreo que significa “los pobres buscan la salvación de Dios”, frecuente en los salmos. El Salmo 37,11 dice, “Benditos los anawin porque heredarán la tierra y gozarán de inmensa paz”. Y proclama Jesús en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).
Que sea luz para nuestra vida: Vivir como anawin da alegría, gozo y felicidad. El pobre, según el Evangelio, es quien pone su confianza en el Señor y no en sí mismo o en sus bienes. Y el rico es aquel que lleva su seguridad en su “Yo” y en sus bienes lo que le genera esa actitud de “soberbia” creyéndose superior a los demás. ¡Pobre del rico enceguecido por el tener y el poder! Ignora que la felicidad del católico es justamente no ser propietario, ser apenas un buen administrador de lo que va recibiendo a lo largo de la vida porque un día tendrá que rendir cuentas por su administración.
Dice la Carta de Santiago: ”Dios se opone a los orgullosos, pero trata con bondad a los humildes”. Se trata del querer divino: Jesús lo expresa claramente: “Cuando te inviten a una cena, no te sientes en los primeros puestos”. Buscar más lo humilde, procurar hacer lo que nos corresponde hacer sin aspavientos. Preferir la dignidad a los títulos superlativos, el honor a reverencias y halagos.
Una oración a san José dice: “Enséñanos, José, cómo se es “No protagonista”, cómo se avanza, sin pisotear; cómo se colabora sin imponerse; cómo se vive siendo número dos; cómo se hacen cosas fenomenales desde un segundo puesto. Enséñanos José cómo se es grande, sin exhibirse; cómo se lucha sin aplauso; cómo se avanza sin publicidad; cómo se persevera y se muere, sin esperar un homenaje”.
Oremos a diario con el salmo 130 para que podamos vivir toda la jornada en humildad: “Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superen mi capacidad, solo acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre”.
Eclesiástico 3,19-21.30-31; Salmo 67; Hebreos 12,18-19.22-24; Lucas 14,1. 7-14
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