Pbro. Rubén Darío García Ramírez
En la celebración de este Domingo se nos entrega otra perla preciosa para que nuestra existencia pueda tomar sentido y alcanzar la plenitud de la felicidad: “Obedecer a Dios antes que a los hombres”. En realidad nacimos con una sola finalidad: “Amar, servir, honrar a Dios nuestro Señor y mediante esto, alcanzar la plenitud de la vida”. Obedecer a Dios es darle a Él el primer lugar, todo lo demás adquiere sentido si Él tiene el primer puesto.
Todo lo que realizamos en el día tiene sentido si glorificamos a Dios y carece de sentido lo que no lo glorifique. El amor que viene de Él hace que cuanto hagamos en nuestra existencia adquiera luz y razón de ser y que seamos felices si nuestro corazón sinceramente busca dar la gloria a Dios.
Los discípulos salen contentos después de haber sido apaleados a causa del nombre de Jesús. Cuando la enfermedad está unida a la cruz de Cristo, ella adquiere un sentido maravilloso ya que completa en la carne los padecimientos de Cristo por nuestra salvación, es decir, por nuestra felicidad. Perder los bienes, entrar en la quiebra, puede ser un gran beneficio, cuando se ve a la luz de Cristo, ya que, a lo mejor, este afán por adquirir, por poseer, por acumular, nos robó el tiempo y la tranquilidad para amar, especialmente a quienes están a nuestro lado. El hecho de perder todo lo que nos ataba, nos recupera la vida, la identidad, la tranquilidad y el amor.
Cuando Jesús pregunta a Pedro: “¿Me amas más que…?” está pidiendo a Pedro el lugar que le pertenece, busca que Pedro le dé la prioridad a su amor. Pedro aún no es capaz de este amor total, desinteresado, un amor de donación sin reservas. Tanto es así que Pedro le dice Señor tu sabes que sólo te quiero, no soy capaz todavía del ágape, pues me descubro todavía interesado en mí mismo, posesionado de mí, todavía me busco a mí. Deseo llegar a “Amar del todo” sin reservas, sin buscar defender mi imagen, mi poder, mi comodidad. Pedro todavía no es capaz de dar la vida por su Maestro, en todo lo ha negado: “Yo no conozco a ese hombre”.
Cuando nuestra fe logra dar la prioridad a Dios, nuestras acciones todas adquieren este grado de donación, que, no es habitualmente comprendido por los demás, porque cada uno se busca a sí mismo, sus propios intereses y no alcanzan a entender que alguien, por amor, done la vida, la sacrifique, la entregue. De allí vienen los juicios, las condenas, los reclamos.
Juana es esposa y madre de dos hijos y Margarita es su hermana de comunidad; ambas están en un proceso de crecimiento y de conocimiento del Señor. Margarita también es esposa y madre de tres hijos. Cuando Juana se enferma y no puede moverse, Margarita no duda en madrugar, despachar al marido de Juana y a sus hijos, luego va a atender a su esposo y a sus propios hijos. Margarita “murió” por Juana, le ha dado la vida, porque en ella, en Juana, Margarita ve a Jesús, está sirviendo no sólo a Juana sino a Cristo mismo. El amor a Dios en primer lugar hace que el otro sea Cristo. Los amigos de Margarita, algunos que no conocen, que no tienen este amor ágape, la juzgan y hasta le dicen: “Cuánto te paga Juana” para que hagas esto, no seas “estúpida” primero tienes que despachar a tu marido, a tus hijos y si te “sobra” un tiempo, bueno podrías pensar en ayudar a Juana…
¿Esto es amar? Claro que no. Cuando yo digo que amo, pero me busco a mí mismo, esto no es amor, es un interés, me estoy favoreciendo del otro. El amor ágape no se busca a sí mismo, este amor es servicial, no se engríe, no busca el mal, todo lo cree, todo lo perdona, este amor no pasa nunca.
San Agustín nos enseña esto cuando nos habla de los dos amores, es decir, de las dos ciudades: Jerusalén celestial y la ciudad terrestre: “Dos amores, dos ciudades: “Jerusalén: el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la ciudad terrena: el amor de sí hasta el desprecio de Dios”.
Cuando Pedro, dio muerte a todo lo que no le dejaba amar totalmente como ágape y muere crucificado a causa de Jesús y de cabezas, porque no se consideraba digno de morir como Jesús, según nos transmite la noticia Orígenes, el más grande catequista del siglo III, entonces Pedro ha sido capaz de responder a la pregunta del Maestro: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”.
Hechos de los Apóstoles 5,27-32,40-4; salmo 29; Apocalipsis 5,11-14; Juan 21,1-19
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