Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Muchísimas dificultades se presentaron al inicio de la Iglesia; fue necesario pedir la luz del Espíritu Santo para saber tomar decisiones que fueran coherentes con la voluntad de Dios. La primera lectura nos narra uno de los acontecimientos más difíciles, pues se trataba de determinar quiénes eran los verdaderos creyentes, es decir, los que de corazón habían aceptado la Palabra de Jesús y manifestaban con su vida una clara conversión.
Dos aspectos decisivos, o mejor dicho esenciales, caracterizaron la existencia de los primeros creyentes: La pureza y la fidelidad a Dios. De ahí que en el Concilio de Jerusalén celebrado en el año 50, se tomara esta determinación para toda la Iglesia existente hasta ese momento: No a la impureza y no a la idolatría.
Debe aclararse también que en el primer siglo, quienes se iban adhiriendo a la comunidad de los creyentes, todavía no eran llamados cristianos; este nombre sólo fue asignado en el siglo II en la ciudad de Antioquía. Quienes se convertían de su vida pagana o del judaísmo eran llamados “Los santos”. Tomado el término en su significado original significa “Los separados”, es decir, aquellos que, por su manera de vivir eran distintos a los demás. Esta manera nueva de vivir se reconocía en quienes no eran impuros ni idólatras, esto es, no sacrificaban a los ídolos paganos ni comían carne sacrificada a ellos. Muchos preguntaban: ¿Qué tienen por dentro?
Cuando se examinaba la vida de los creyentes, se buscaba en ellos realmente en qué medida estaba el “Amor a Dios”. Quien amaba verdaderamente, manifestaba en su vida un decidido deseo de pureza en el corazón, límpidos pensamientos y combate espiritual cotidiano. Adoran un solo Dios y rechazan todo culto a los dioses paganos. Muchos fueron mártires en los primeros siglos de la Iglesia por no haber cedido a adorar otros dioses.
“El que me ama guardará mi Palabra”. Esta Palabra ha sido encarnada por quienes han llegado a creer en Jesucristo. La mentalidad pagana toleraba vicios que destruían la Justicia en el trabajo, en la familia y en la sexualidad. Exaltaba el tener y el poder y eran colocados como el ideal de toda vida feliz. “Los Santos”, iban contra esta manera de pensar y eran exigentes en obrar según sus principios fundamentados en el nuevo amor. La felicidad es amar. Este amor alcanza su plenitud cuando ama al enemigo, al que nos hace daño, al que nos engaña y traiciona.
El conjunto de hombres y de mujeres que viven así, amando, constituyen la Jerusalén celestial, rodeada por la gloria de Dios. Está apoyada en los doce apóstoles, es decir, las doce tribus de Israel; ya no es necesario el templo material: “destruyan este templo…”; porque el verdadero templo es la Iglesia, compuesta por piedras vivas, “adoradores en Espíritu y en Verdad”.
Este amor se concreta en el prójimo. El otro es Cristo. Cuando somos conscientes de esta verdad, se da en nosotros la capacidad de “donarnos” sin reclamar nada, gratuitamente. Este amor no permite que los matrimonios se separen; hace que brote en nosotros torrentes de justicia; hace que podamos ser comprensivos de los demás y que tengamos misericordia con los otros. Olvidamos las ofensas realizadas y no nos quedamos mirando al pasado. Somos capaces de pedir Perdón. Este amor hace que “El Padre nos ame y venga a nosotros con su Hijo en unidad del Espíritu Santo para hacer morada en nosotros”. Se queda con nosotros y nos dice: “No tengan miedo yo estoy con ustedes todos los días”.
¿En qué medida está este amor en ustedes? ¿Cómo podremos amar concretamente hoy? ¿No de palabras sino con hechos? Los invito a buscar estos textos en la Sagrada escritura y leerlos despacio. Poco a poco veremos los frutos.
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Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29; Salmo 66; Apocalipsis 10,14.22-23
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