¡Qué difícil resulta la corrección fraterna! Para aplicarla se necesita un corazón libre de egoísmo y de soberbia y para recibirla se precisa de mucha humildad. Qué bien hace escuchar aquello que debo corregir para ser mejor y aprovechar más la vida, es realmente motivo de profundo agradecimiento; pero nos cuesta que otras personas nos indiquen en qué debemos dar cambios importantes para nuestra existencia. La Palabra de Dios nos da hoy unas reglas precisas sobre la corrección. En primer lugar, llamar a solas al hermano que se equivoca, si no hace caso, llamar dos testigos y si aún no escucha, pedir ayuda de la comunidad.
¿Qué harías si te digo que estás llamado a ser profeta en tu hogar? ¿Profeta con tus hijos, con tu esposo, con tu esposa, con tus hermanos, con tus compañeros de trabajo? Y si eres jefe, ¿con tus empleados? ¿Ser profeta con tus fieles? No vayas a decir ¿quién soy yo para corregir a otro?
El profeta Ezequiel es preciso con la misión profética: por el bautismo fuimos hechos profetas y en el texto de hoy el profeta recibe el nombre de centinela. En ese momento Jerusalén está en ruina, sus habitantes están en exilio y los profetas no intervienen: “El Señor asiste como mudo espectador a la muerte de Jerusalén”. Todo esto acaece por el pecado del pueblo: han cambiado a Dios por otros “dioses”, han abandonado a la fuente de la vida y lo han cambiado por cisternas rotas que no contienen el agua. Entonces el profeta siente de nuevo la llamada a hablar, a corregir al pueblo y llamarlo a la conversión. Si el pueblo escucha la trompeta se salvará, pero si se hace el “sordo”, morirá por su culpa. Al ver venir la ruina sobre la ciudad, el centinela debe gritar, sonar el cuerno, avisar, amonestar. Si no lo hace, la derrota de la ciudad y la sangre derramada serán su culpa y deberá responder con su vida.
Apliquemos esta imagen de centinelas. Revisemos nuestra vida: padre de familia, docente, político, médico, profesional… o sacerdote o religioso. Todos hemos sido llamados a ser centinelas. Si hablamos y corregimos con la debida disposición de amor y misericordia, buscando el beneficio del otro, entonces el otro se salvará y tú recibirás la paga del profeta: la vida eterna. Pero si callamos ante quien sabemos que obra mal, si nos volvemos cómplices en el silencio sabiendo que el pecado está destruyendo al hermano, entonces nuestros hermanos morirán y nosotros seremos responsables de su sangre.
Cuántas veces callamos ante la injusticia: callamos el fraude por temor a perder la imagen, el puesto o por nuestra indiferencia; cuántas veces no denunciamos lo denunciable por miedo al qué dirán; y qué tal cuando ni imponemos ni cumplimos normas claras en el hogar, o cuando somos permisivos para que los demás crean que somos “buenos” y nos “quieran”; y ni qué decir de cuando los sacerdotes no anunciamos la verdad y amañamos el mensaje a lo que “nos conviene”. En todos estos casos, como “perros mudos” dejamos que los otros mueran a causa de su ignorancia; pero su sangre caerá sobre nosotros, siguiendo la primera lectura de Ezequiel.
Hemos visto la unidad de la Iglesia en esta maravillosa visita del papa Francisco a nuestro país; por su palabra hemos sido llamados todos, sin distinción, al diálogo fraterno y a la reconciliación con parresía. No podemos dejarnos llenar de “mundanidad espiritual”; nos ha llamado a la conversión y a ser creyentes, de tal manera que podamos, como bautizados, ser en el mundo como el alma es en el cuerpo: ¡sublime e inaplazable tarea! Gracias Su Santidad.
Ezequiel 33,7-9; Salmo 94; Romanos 13,8-10; Mateo 18.15-20
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral Vocacional y Movimientos Apostólicos
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