Pbro. Rubén Darío García Ramírez
La Fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve. En el mundo tenemos dos tipos de seres humanos: los que tienen Fe y los que no. La Fe es un don, un regalo. Por ella nuestra existencia alcanza significado y finalidad. Por la Fe Abraham sale de su tierra confiado en una Palabra del Señor: “Te daré una tierra”… Pero no sabía a dónde iba: La Fe influye en nuestro modo de vivir.
Nuestro paso por esta tierra tiene sentido de provisionalidad, somos extranjeros, itinerantes. Con los ojos fijos en Jesús, caminamos con la certeza de que todo cuanto suceda hoy tiene una dimensión pascual. Morimos y resucitamos. Lo que a nuestros ojos podría ser un mal, desde la fe, tiene un bien y una finalidad.
La enfermedad, que a los ojos del mundo siempre es un mal, a los ojos de la fe es un bien porque guarda en sí una bendición, ella purifica, templa el espíritu, une a la familia y sus cercanos… Por ella vienen santificación y camino de conversión.
Por Fe, Sara, siendo estéril, pudo concebir cuando ya le había pasado la edad porque consideró fiel al que se lo prometía. Por Fe, Isaac y Jacob continuaron con la promesa hecha del Señor. La Fe da alas a la oración.
Entonces, ¿qué pasa con nuestra FE? Empecemos por examinar nuestra cuota de ESPERANZA, por la cual tenemos metas e ilusiones que nos motivan: Así como pedimos “danos la paz” pidamos “Señor aviva y multiplica mi esperanza”; porque sin esperanza el hombre no es capaz de confiar ni de disfrutar del don de la Fe. Sin esperanza, pululan las ideas oscuras y destructivas, fracasa la salud mental.
Examinemos ahora nuestro AMOR, en el que vivimos a plenitud nuestra existencia. Como dice Pablo a los Corintios “si no tengo amor no tengo nada”. El amor es la fuerza que mueve la existencia. Sin amor no hay acogida, solo dispersión.
¿Y, nuestra Fe? “Es la que hace posible CREER en lo que parece imposible”. La Fe capacita para enfrentar la adversidad; nos reviste de una fortaleza ajena a las personas. Pasamos momentos aparentemente insuperables y quedan vivencias anecdóticas porque “esta fuerza tan maravillosa no viene de nosotros” (2 Cor 4,6ss).
La Fe debe madurar. San Juan Clímaco (S VII) nos dejó dos lecciones: (1) el hombre de fe no es solamente el que cree en Dios, sino el que cree que lo puede obtener todo de Dios; y (2) la Escalera del Paraíso en la que expone detalladamente el progreso del alma hacia la perfección del amor: La Fe debe madurarse, crecer, consolidarse. Así, por ejemplo, el niño de 5 años distingue entre el bien y el mal, pero miente pensando que nadie se da cuenta y entonces no tendrá castigo; el adolescente con su fe más bien convencional se centra en un Dios parcero, salvavidas, apagaincendios, que le resolverá sus problemas y necesidades…
La fe alcanza su madurez cuando supera los estados de reflexión, altruismo y solidaridad y se vuelve universalizante: Entonces participamos del modo como Dios nos ve; nos volvemos trascendentes y propositivos para el bien de los demás viviendo y aplicando los principios universales de amor y justicia. ¿Qué tan madura está nuestra Fe?
La Esperanza de los católicos es el hábitat del amor que se alimenta, se irradia y se multiplica. Y la Fe es la luz que mueve y promueve las acciones del amor empoderándonos con el milagro de Creer en Dios.
Madurar nuestra Fe nos impone estudio, meditación, oración, vida sacramental: un estilo de vida. Esta parresía nos mantiene vigilantes porque sabemos que el Señor llega cuando menos pensemos. Cuidemos nuestras acciones, sabemos qué está bien y qué no, a plena consciencia. Todos somos responsables.
Sabiduría 18,6-9; Salmo 32; Hebreos 11, 1-2.8-19; Lucas 12,32-48
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