Quienes crecimos en la caficultura de los 60 y los 70, recordamos las temporadas en familia donde nos internábamos en las fincas, allí nos empapamos de esa cultura, jugábamos llenando bolsas para almácigos, sembrando chapolas, abonando, cogiendo café, revolviéndolo, empujando eldas y escogiendo pasillas. El café era tan valioso que era oficio de señoras y niños sacar los granos buenos de las pasillas y las pasillas del café bueno. Era la época en que el café de Colombia era reconocido como el mejor del planeta y éramos consecuentes honrando ese privilegio, cultivábamos con sombrío, teníamos variedades de alta calidad, seleccionábamos los granos maduros, fermentábamos y secábamos al sol, realmente éramos diferentes.
Nuestros días transcurrían entre bosques de Yarumos, Nogales, Guamos y Carboneros bajo los cuales crecían Arábigos y Borbones, unos de porte muy alto y brazos alargados y los otros que extendían sus ramas formando un inmenso redondel debajo el cual jugábamos, hacíamos chozas y campamentos para pasar allí los vacaciones, mientras un recolector podía pasar horas recolectando de un solo árbol granos gigantes contándonos historias. Veíamos toda clase de pájaros, luciérnagas, liebres, armadillos, sabaletas nadando en cristalinas quebradas tapizadas de piedras generosas en musgo, todo convivía con el cultivo de café principal actividad agrícola de aquella época.
De unas vacaciones a otras, recuerdo, estando muy pequeño, y volviendo a la finca de mis tíos en Palestina, empezamos a ver como esos bosques ancestrales eran eliminados paulatinamente para darle cabida a los cultivos a plena exposición solar de variedad Caturra que cambiaron toda una cultura ancestral. Viéndolo hoy retrospectivamente esa decisión institucional marcó el cambio de una caficultura de sombrío, menos producción por hectárea, amigable con el medio ambiente y con reconocido valor global, hacia un formato de volumen, altas producciones que con el correr de las décadas generó pérdida de valor en los mercados, migración hacia el commodity y disminución de los diferenciales hasta los niveles de hoy.
Actualmente los mercados reconocen, valoran y pagan esa caficultura que abandonamos, aquellos formatos productivos eran garantía de calidad en lo físico pero especialmente en lo sensorial; cuando vendemos café vendemos una experiencia de sabor, notas, aroma, fragancia, acidez, cuerpo, identidad, diferenciación y esos atributos han disminuido con esa decisión; nuestro café es de buena calidad genérica, pero ya no es el mejor del mundo, somos un commodity utilizado para mezclas en su mayoría y fácilmente reemplazable como materia prima. En su momento el cambio permitió aumentar la producción, pero con el tiempo nos quitó valor. Hoy vemos que trabajar por recuperarlo es la única salida, retomar prácticas ancestrales, que sumadas a investigación y nuevo conocimiento, nos catapulte de nuevo a la cima de la calidad, tengamos la madurez y la autocrítica para reinventarnos y mirar hacia dónde podríamos redireccionar nuestra industria, qué quieren los mercados y qué podemos ofrecer.
El cambio climático, la globalización, la especulación en bolsa, los monopolios y el capitalismo salvaje en el negocio de café corriente, nos ha mostrado hasta la saciedad que por donde vamos difícilmente seremos sostenibles; tenemos la fórmula del cambio, hemos dado los primeros pasos, no nos quedemos allí, innovemos, retomemos lo que nos dio prestigio y valor, adicionémosle tecnología, conocimiento y construyamos procesos asociativos sintonizados con la cambiante cadena de valor, incursionando comercialmente en "Direct trade"; ya hay empresas basadas en emprendimiento social haciendo negocios prometedores. En la medida en que seamos consistentes en calidad y tengamos la oferta exportable que satisfaga la demanda, se puede venir una avalancha de posibilidades que les pueden cambiar la situación a muchos productores en la medida en que los podamos orientar éticamente. Volvamos a escoger café.
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