En las últimas semanas sucesivos terremotos políticos y sociales han sacudido varios países del subcontinente. Primero fue Ecuador, allí el gobierno del presidente Lenin Moreno decretó la eliminación de los subsidios a los combustibles, lo cual generaría un ahorro de 1.300 millones de dólares al año para unas finanzas públicas menesterosas y una deuda que ha crecido dramáticamente. Todo parece indicar que el largo gobierno de Rafael Correa dejó un agujero negro que se tragó, y no para de hacerlo, los limitados recursos públicos. Ante la medida se desató un levantamiento de un sector significativo de la población y especialmente de los más afectados por la medida, siendo los indígenas la punta de lanza del movimiento. Finalmente Moreno derogó la norma y todo volvió al estado anterior, problemático de todas maneras. Hay que recordar que antes de Correa, Ecuador vivió una década de tremenda inestabilidad y que el movimiento indígena contribuyó de manera decidida a la caída de por lo menos dos presidentes, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez.
En Chile hubo una erupción volcánica de malestar popular y estudiantil, el motivo fue el incremento del pasaje del metro en 30 pesos chilenos, el equivalente a 130 pesos colombianos. Desde aquí sorprende una reacción tan severa a este incremento, pues equivale a un alza rutinaria de nuestro transporte público. Lo que siguió fue una manifestación tras otra, cuyo espíritu está representado por un malestar y resentimiento reprimidos por mucho tiempo. Después del reclamo por el transporte se vinieron en cascada otras demandas por aquello que más le duele a los sectores populares e incluso a la clase media, destacándose temas como la salud y la educación. El asunto es que el reclamo ha venido de la mano de una violencia atroz que ha destruído lo que encuentra a su paso. Los saqueos han sido centenares y han representado una agresión grosera y una transgresión a la decencia y la justicia. La respuesta policial y militar ha sido también bárbara. Por el lado de los manifestantes se escalaron las demandas hasta pedir la renuncia del presidente Piñera. El gobierno por su parte ha decretado medidas que sin presión no habría contemplado, llegando hasta la oferta de una constituyente.
A principios de 2016 un referéndum prohibió que Evo Morales pudiera participar en las próximas elecciones presidenciales; sin embargo, el tribunal constitucional boliviano, afecto al presidente, levantó la prohibición con el argumento de que no permitir la reelección de Morales ‘atentaba’ contra sus derechos políticos. De esta forma es que Evo se pudo presentar a las elecciones pasadas, con un país dividido milimétricamente en dos desde el referéndum. Y ganó de manera muy sospechosa, entonces los levantamientos no se hicieron esperar al igual que la presión internacional. El presidente anunció que se repetirían las elecciones, pero ya era demasiado tarde, los militares habían decidido “recomendarle” que presentara su renuncia. Hay que decir que dentro de la oposición hay sectores tremendamente reaccionarios, como por ejemplo el movimiento liderado por Luis Fernando Camacho, a quien llaman “el Bolsonaro Boliviano”, quien sin duda querrá una parte del pastel. De haber continuado en el poder Evo habría completado 20 años de presidente, lo que ya de por sí es una evidencia de grave deterioro democrático. A su vez, nadie puede negar la transformación que se dio bajo su mandato, empezando por haber sido el primer presidente indígena en doscientos años en un país mayoritariamente indígena. Sin duda hubo avances.
En los tres casos mencionados hay sus más y sus menos. De lado y lado. Precipitado Lenin Moreno en suprimir de un tajo los subsidios al combustible, pero acosado por una crisis económica muy fuerte heredada de Correa. En Chile las protestas por un lado mostraron una fuerza ciudadana inigualable, pero al mismo tiempo se desbordó con sevicia y el gobierno respondió con fuerza desmedida. En Bolivia Evo Morales se volvió adicto al poder, pero huele feo que los militares “recomienden” renuncias.
Para los extremos lo único que existe es la perfidia del enemigo. Unos dicen que todo se debe al demonio castrochavista comunista inspirado ahora por el Foro de Sao Pablo. Para los otros todo viene dictaminado por esa cosa etérea del neoliberalismo, el imperialismo y el Fondo Monetario Internacional. El gran problema es que estas visiones son caricaturas de la realidad y sostenerlas lo único que produce es violencia e incapacidad para enfrentar la realidad y sus desafíos.
Ojalá en Colombia podamos ver la gran cantidad de colores que hay a nuestro alrededor.
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