Hace poco un amigo me pidió que lo acompañara al hospital, le harían un examen con sedación, es decir una leve anestesia, y le exigían ir con otra persona para que cuando saliera tuviera un apoyo si fuese necesario. Me fui con un libro para leer durante el examen y el tiempo que mi amigo debía reposar antes de salir. Siempre me han parecido agradables esos ratos de espera en que son muy pocas las cosas que se pueden hacer, pues de alguna manera van de la mano de calma y tranquilidad, y permiten leer un rato. Pero mi plan se frustró, pues en la única sala de espera de ese cuarto piso de hospital sonaba, como un zancudo insoportable, un televisor empotrado en la pared, al que nadie prestaba atención y era imposible apagar.
Esta no es una escena rara, por el contrario es lo usual. Lo que hace unos 20 años era solo de aeropuertos, se ha extendido de manera dramática: centros de salud, consultorios, salas de espera, cafeterías, restaurantes, bares, centros comerciales y muchos más lugares tienen siempre un televisor prendido, al que nadie presta atención, pero que no se puede apagar y fastidia como mosquito.
No solo son televisores entrometidos, es también la música que sale de un sitio y de otro, y del de más allá, el volumen en su máximo nivel, confundiéndose las canciones y generando una argamasa insoportable para el oído. Por lo general los poderosos parlantes emiten las mismas músicas: la que hoy llaman ‘popular’, reguetón y vallenato.
Y en ambientes rurales con cierta concentración de fincas y lugares de recreo la tortura no da tregua ningún fin de semana. Estas mismas músicas a unos volúmenes escandalosos, acompañadas de explosiones una y otra vez de la más estruendosa pólvora. Todo esto en una impúdica ostentación y sin la menor consideración por vecinos, y por todos los animales que son perturbados de manera grave básicamente por la pólvora.
El ruido lo ha penetrado todo y su expansión no para. Una sociedad que se dice cada vez más educada se mueve de manera paralela hacia la instauración de la dictadura del ruido y la aniquilación del silencio y la calma.
Este escenario ruidoso se complementa con el celular, aparato maravilloso y mágico, de una utilidad casi que infinita, pero también con una cara fea, pavorosa, pues captura los ojos y la mente, como el Flautista de Hamelín, y nos va llevando al despeñadero de la enajenación. Así como encontramos verdaderas joyas en las redes sociales, también encontramos los contenidos más insulsos y pendejos; y me temo que estos últimos son los preferidos de la mayoría. Estas redes sociales generan el peor de los ruidos, el de la mente y el espíritu. Lo terminan enredando todo, generando polémicas inútiles y distrayendo nuestra atención de lo verdaderamente importante.
Y la radio no se queda atrás: gran cantidad de locutores, comentaristas y polemistas que perturban hasta al más sereno. Algunas emisoras de alta sintonía reproducen y fortalecen una cultura basta, ordinaria, misógina, machista e incluso violenta, todo a decibeles insoportables.
Para potenciar todo este ruido cotidiano aparecen los políticos, con toda su verborrea estéril, con sus mentiras, sus trampas y esa infinita necesidad de hablar, gritar y manotear.
Así como es imperativo proteger los ecosistemas que resisten la arremetida de la codicia, la estupidez y la ignorancia, también hay que cuidar con celo los momentos y espacios que nos proporcionan silencio, sosiego y tranquilidad. Que podamos volver a escuchar los trinos de las aves y las luciérnagas nocturnas, así como nuestro propio interior.
Hace unos días me volví a topar con una afirmación del sabio Jiddu Krishnamurti (1895-1986) que por su profundidad y fuerza vale la pena citarla como conclusión de esta reflexión: “No es saludable estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”.
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