La aparición del coronavirus Covid-19 ha producido un fenómeno único para el mundo. El SARS, otro tipo de coronavirus (2002-2003), causó 800 muertos y su difusión fue relativa. La pandemia del H1N1 (2009-2010) llegó a muchos países y alcanzó más de 18.000 víctimas. La epidemia del Ébola (2014-2016) dejó 11.300 muertos, pero excepto 15, todos los fallecimientos se dieron en Guinea, Sierra Leona y Liberia, África Occidental. El coronavirus actual, a los tres meses de aparición y al momento de escribirse esta columna, va por los 8.000 fallecidos y 200.000 contagiados y está regado ya por el mundo entero. La diferencia con las anteriores epidemias y pandemias del último siglo, según los expertos, es su altísima capacidad de transmisión y la potencialidad de ser muy letal en ciertos sectores de la población. Epidemiólogos, salubristas y virólogos son quienes tienen la última palabra en este tema y, sin la menor vacilación, hay que creerles y seguir sus orientaciones. Afortunadamente hoy existe el conocimiento científico para prever y combatir situaciones potencialmente catastróficas y lograr que sus efectos sean limitados. Esta oportunidad no la tuvieron 40 millones de muertos que dejó la Gripa Española (1918-1920), la pandemia más devastadora que ha conocido la humanidad, producida por otro virus y una subsiguiente infección bacteriana que no podía ser atacada por falta de antibióticos, pues estos fueron inventados a partir de 1928.
Las prontas evidencias de las capacidades destructoras del Covid-19 y su facilidad y velocidad de contagio han llevado a los gobiernos a tomar las drásticas medidas que estamos viendo, que se agrupan en el concepto de ‘aislamiento social’ y tienen como objetivo evitar el contacto entre personas para que el virus no se propague. Dado que un 60% de los habitantes del planeta vivimos en ciudades con permanente interacción, este paro abrupto de actividades tiene lógicas consecuencias y es, como se dice hoy, tremendamente disruptivo. En este momento el Covid-19 lo es todo, ocupa la casi totalidad de las noticias en todas partes del mundo, y ha afectado de manera drástica la vida cotidiana, de un momento a otro, de miles de millones de personas en todos los rincones del planeta.
A partir de este inédito fenómeno se han acentuado reflexiones sobre la manera en que vivimos y nuestra relación con la naturaleza. Esta lentificación forzada ha producido un efecto muy positivo para el medio ambiente, reportándose bajas sustanciales en las emisiones de CO2, especialmente en China, principal contaminador del mundo, donde registra un descenso del 25%; la merma en viajes de avión, los que producen el 5% del CO2, hace su aporte a la caída en la contaminación, y en general hay menor presión sobre muchos recursos, incluso el tráfico ilegal de animales ha registrado su disminución.
El llamado que han hecho muchos a que aprovechemos este momento para vivir, así sea por unos días, de manera diferente, es muy valioso, y ojalá tenga eco. Pero me temo que una vez pasados el miedo y la crisis, el mundo entero retomará su ritmo demencial y todo se habrá olvidado. En la mera celebración del triunfo sobre el virus se “recuperará” el tiempo perdido y nos pondremos al día con el daño no hecho.
Tal vez solo algunos puedan emprender un camino de transformación, en el que los ritmos cambien, la ambición se dome, y el deseo de éxito y reconocimiento se diluya. Si algunos empiezan a sentir comodidad con menos cosas; si para algunos la lucha por el poder baja su ritmo enfermizo, entonces habrá tenido sentido esta crisis. Un cambio de manera de vivir, de relacionarnos con los demás y con la naturaleza, no tendrá la capacidad de difusión del coronavirus, pero sí podrá sentar unas bases sólidas para tener esperanza en la salud del mundo. Todo esto se podrá dar de uno en uno, individualmente, a partir del autoconocimiento. Si llega algo de quietud habremos ganado mucho.
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