El haber tenido un conflicto armado interno por más de cincuenta años, el cual hizo de la guerra un sello muy propio de nuestro país, y el hecho de que durante el mismo tiempo existieran múltiples manifestaciones de violencia, de la peor clase, moldeó unas relaciones entre el poder civil y los militares de características particulares. También estableció unas dinámicas específicas entre la población y las Fuerzas Armadas. Estas relaciones son diferentes a las que se dan en una sociedad que no está en confrontación armada.
En los últimos meses se han venido revelando hechos de absoluta gravedad relativos a la conducción y accionar del Ejército: la sospecha bien fundada de la reaparición de falsos positivos, vergonzosa mancha de nuestra historia reciente; la expedición de directrices operacionales del comando de fuerza violatorias de los Derechos Humanos, y actos de corrupción al más alto nivel. Esto, unido a la inocultable falta de efectividad en el combate a organizaciones armadas criminales de todo tipo que se expanden por la geografía nacional y dominan a su antojo territorios y poblaciones, y la pasmosa incapacidad para proteger a los líderes sociales que caen día a día asesinados, tiene que ser motivo de gran inquietud tanto en el Gobierno como en la ciudadanía.
Entre 1996 y 1998, la opinión pública tenía en un pobre concepto a sus Fuerzas Armadas, era palpable cómo eran derrotadas sistemáticamente por las Farc. El miedo era generalizado, cualquiera podía ser secuestrado o asesinado en cualquier parte. A pesar de los procesos de paz emprendidos por Pastrana con las Farc y el Eln de 1999 a 2002, la inseguridad siguió siendo brutal y el miedo más que miedo, pavor. A su incapacidad para proteger a la población se sumó la inocultable complicidad de una parte del Ejército con los paramilitares y su indolencia ante muchas masacres. Es preciso anotar que de 1998 a 2002 la capacidad operativa de las Fuerzas Armadas fue aumentando de la mano del Plan Colombia.
En el 2002 la historia cambió. El presidente Uribe instaló como su norte de gobierno el combate a las guerrillas a partir de una fuerza pública renovada. Uribe cosechó lo que Pastrana sembró en cuanto a fortalecimiento de las Fuerzas Militares y multiplicó con creces los recursos a disposición de estas. De la mano de los primeros resultados en el terreno, fue surgiendo una nueva relación entre la población y los militares, pasando de la crítica e indiferencia a la simpatía y admiración. Los avances en la contención de la guerrilla y la disminución de los delitos más significativos como el secuestro y la extorsión, fueron alimentando esta luna de miel entre civiles y militares. Esto fue reforzado por un poderoso aparato de propaganda oficial que idealizó a la fuerza pública y que paralizó la capacidad de escrutar y revisar sus actuaciones y dinámica interna. Este fue un gran error. No se puede olvidar que las atribuciones que la sociedad le da a soldados y policías conlleva obligaciones muy estrictas. La creación legal de una organización armada y la autorización para el uso de sus armas en ciertas circunstancias es un asunto muy serio en un Estado, y dado que genera un poder enorme, debe estar bajo observación todo el tiempo.
No cabe duda de que todos los días hay que agradecer a soldados y policías la protección que nos brindan. Pero bajo ninguna circunstancia se puede ser laxos con extralimitaciones de su poder armado, con la orientación que se le dé a un colectivo de medio millón de personas, y con el uso de los gigantescos presupuestos que manejan.
No es condena a priori, pero tampoco idealización ciega. Como todos los funcionarios públicos, los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía tienen que dar cuentas de cómo ejercen sus cargos públicos, pues son servidores de la comunidad.
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