La literatura ha sido la expresión artística más importante de los colombianos. Primero los periódicos y después en los libros, nuestro pueblo ha plasmado su alma. En Colombia siempre se ha hecho literatura: los indígenas todos tienen su Yuruparí; el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada escribió en Mariquita una de las mejores biografías políticas de Carlos V y Juan de Castellano, en Tunja, escribió uno de los poemas épicos más largos del mundo que versa sobre los hechos de la Conquista. Durante la Colonia se escribieron muchos diccionarios y gramáticas de lenguas indígenas, fuera de las crónicas de los hechos de los españoles, pero la gran eclosión literaria, que aún perdura, la vive la nación colombiana después de la Independencia.
¿Qué significa la literatura entonces para Colombia? En millones de páginas escritas se condensa una mentalidad; una jerarquía de valores; muchos prejuicios y un sentir. Es más fácil entender la lucha de la Independencia por medio de las proclamas del Libertador que visitando los campos de batalla donde, precisamente, la espada defendió e impuso lo que la pluma había expresado. El mejor reflejo, el más completo de nosotros los colombianos se encuentra en nuestra producción literaria.
La editorial de la Universidad de Caldas le publicó a Jorge Mario Ochoa, uno de sus profesores, doctor en literatura, un trabajo sobre la escritora Blanca Isaza de Jaramillo Meza que me dejó dudas acerca de qué significa la literatura nuestra para la academia.
Hay un afán en los investigadores actuales de lograr una equidad de género en todo el ámbito cultural, que resulta un compromiso engorroso porque nuestro pasado fue simplemente diferente. Personalidades como esta poetisa, nacida en Abejorral, fueron escasas y brillan con luz propia, pero reciben un trato equivoco de aquellos que quieren forzar el pasado y amoldarlo a sus preceptos actuales. En el caso de doña Blanca, el investigador se encontró con una magnífica ama de casa que era una perfecta escritora; que publicaba la revista Manizales; que escribía cuentos y poemas además de estar en contacto con sus colegas, hombres y mujeres, a nivel latinoamericano. ¿Se le debe añadir a este pensum que doña Blanca fue la esposa de Juan Bautista Jaramillo, otro de los corifeos de las letras históricas locales, el cual, al igual que ella escribía y era editor?
El investigador Ochoa, a pesar de hacer un recuento monográfico de la Manizales que vivió la poetisa abejorraleña, no supo cogerle el pulso al tema. En las 320 páginas nunca trata de dilucidar la relación entre esta poeta de corte modernista y su entorno greco latino, porque ella y Silvio Villegas fueron coetáneos, por no decir vecinos. El autor tampoco se interesó en explicar las influencias literarias que conformaron el bagaje de esta excepcional mujer sobre la cual en el año 2018 Juan Camilo Jaramillo y Fernando González, en Abejorral, habían publicado una bella antología. Incurre Ochoa en omisiones graves como desconocer a doña Agripina Restrepo de Norris, oriunda de Calarcá y su revista Numen que circuló por varios lustros en la región y era un proyecto editorial más ambicioso que la revista Manizales de doña Blanca y don Juan. Otro descuido, que demuestra el poco interés puesto por el pesquisidor, que más parece estar pendiente de producir un trabajo para escalonar laboralmente, es confundir a Aquilino Villegas con Silvio Villegas y endilgarle en la página 173 al primero ser el “…iniciador del grecolatinismo caldense, ese estilo fogoso de los oradores escritores de la región que se hizo conocer en las tribunas parlamentarias…”. Se denota que Ochoa nunca se preocupó por leer a Aquilino y menos a Silvio, los dos más importantes exponentes de la literatura manizaleña, eso sí, afiliados, por generación, a escuelas literarias diferentes. También me llama la atención de este investigador que no haya recabado información del periódico La Patria, órgano que guarda desde 1921 todo el acontecer de la región y la ciudad, fuera que omitió la bibliografía que ofrece Hoyos Editores, que publicó entre otras el Diccionario Biográfico Bibliográfico de Colombia de Joaquín Ospina; la Antología de la Revista Nueva; Contrapunto el libro del centenario de Agripina Montes del Valle; el libro de Tomás Calderón, otro de los grandes de las letras caldenses; el libro sobre Arturo Zapata, el editor de los grecolatinos; o el libro de la antología histórica cultural de Manizales fuera de los libros sobre el Centro Histórico de Manizales y el del Bahareque en Manizales que hablan de la cultura de la capital caldense. Esas omisiones las califico como una crasa carencia de rigor y la ponderada “pesquisa arqueológica, de rescate de documentos y obras” aducida por Rigoberto Gil Montoya en las notas de contra carátula de ese libro, son un gesto autocomplaciente entre académicos, que encubren este magro esfuerzo que más que un rescate es desconocer nuestra cultura de parte de este profesor del Departamento de Lingüística y Literatura de la Universidad de Caldas. Pondero el interés en nuestra historia literaria, pero deploro la torpeza con la cual se le pretende abordar.
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