El 19 de julio de 1922, un día antes de la gran fiesta patria, Manizales vivió, en grandes proporciones porque la ciudad perdió dos manzanas, el flagelo del fuego. Relata Luis Londoño en su obra “Manizales” del año 1936, que para esa fecha se habían congregado de todos los colegios del departamento, alrededor de 500 niños y niñas para participar en el desfile y celebración del 20 de Julio.
El fuego se inició a las 3:00 de la mañana en una fábrica de velas y arrasó la actual calle 19 entre las carreras 20 y 21. Tenía allí los talleres el recién fundado periódico LA PATRIA; el comerciante alemán Alfred Held su almacén; fuera de sus viviendas, los comerciantes al por mayor don José María, Marco y Joaquín Gómez.
Ese flanco de la manzana sufrió la fuerza del fuego y las demás casas de esa manzana fueron derruidas para localizar el fuego a esa sola manzana. Esta estrategia surtió efecto en ese costado, pero el fuego saltó a la manzana del frente, a la casa de mi bisabuelo don Jorge Germán Hoyos y a los bajos, donde Luis Eduardo Yepes, comerciante que poco después fundaría el LEY, tenía un granero.
Cuenta el cronista que muchos de estos niños excursionistas ayudaron a trastear mercancías y enseres a la Plaza Bolívar o al frente del Colegio de La Presentación, pero que fue el atleta ruso barón de Roland, el hombre más fuerte del mundo, que, dentro de su gira hacía escala en Manizales, el que salvó el piano de la casa de don Jorge G. echándoselo al hombro y depositándolo en la calle a prudente distancia de las llamas.
Esta manzana igualmente fue destruida para limitar el daño del fuego. A las 9:00 de la mañana todo había terminado y solo al siguiente día hubo dos muertes que lamentar: un policía y un peluquero que, acalorados fueron mojados por el remedo de bomba que se instaló para combatir las llamas. Este incendio, al parecer solo fue el preludio de lo que iba a herir de muerte a la ciudad que en el año 1924 celebraría sus setenta y cinco años de fundación. En 1925 se perderán durante el gran incendio 216 casas, entre ellas el edificio de la Gobernación y, al año siguiente, en 1926, se quemaría la catedral de madera.
Esta racha de desastres anunciados, porque el tipo de vivienda, especialmente sus materiales, se prestaban para esta clase de siniestros, poco le enseñó a la comunidad, la cual creyó que, con adquirir pólizas de seguros, protegería suficientemente sus negocios, ya que no se implementó el cuerpo de bomberos idóneo o se reglamentó la construcción para mitigar la amenaza de las llamas.
La rápida reconstrucción de la ciudad creó la sensación de un poder ilimitado de los manizaleños. Escribía el leopardo Augusto Ramírez Moreno en esos días: “…En lo futuro, dentro de diez a veinte años, Manizales, después de Barranquilla, será la que tenga en Colombia, más rascacielos…”. Pero ese ánimo alcanzó para darle una nueva fisonomía arquitectónica a la ciudad, edificándola en un estilo muy europeo que se diferenciaba del tradicional bahareque, pero que no tuvo la fuerza suficiente para remediar la fuga de capitales que mermó fuertemente el poder económico y después político de Manizales hasta que se le disputara la capitalidad del departamento de Caldas, surgiendo dos capitales nuevas con sus respectivos departamentos.
Los desastres ígneos no solo remodelaron la ciudad en lo urbano, se aprovechó y se niveló el terreno, sino que creó un espíritu cívico. La generación que vivió el incendio y la que le sucedió se formó con el afán de reconstruir la ciudad, de aportar para que la ciudad no se extinguiera. Se pensaba en términos colectivos desahuciando necios individualismos o afanes desmedidos de lucro. Esto no significó que no se hicieran presentes líderes como Alejandro Gutiérrez, Aquilino Villegas o el padre Adolfo Hoyos Ocampo, que captaron, con sus recias personalidades, la voluntad de la comunidad y acoplaron la tarea de refundar a la ciudad. Ellos, un paso delante de la comunidad, convirtieron en una obra de construcción a toda la ciudad, donde el más importante insumo empleado era el civismo que, igual al cemento, creó unas bases que hoy en día son patrimonio cultural. A un manizaleño de esa época le era grato, por no decir urgente,
servirle a su ciudad lastimada, actitud que contrasta con la manera como procedemos los manizaleños hoy en día. ¡Me imagino el proyecto de Aerepalestina en manos de un Aquilino Villegas o de un padre Adolfo Hoyos!
Estos desastres, cien años después, deben ser memorados para aprender de ellos y asimilar la lección que la vida imparte, y así comprender a la ciudad y poder vislumbrar su futuro, que no está exento de amenazas.
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