A dos horas de Hamburgo hacia el sur, o a una hora de Hannover al norte, se encuentra la pequeña población de Suderburg con 4.500 habitantes de los cuales 1.500 son estudiantes de la universidad vecina. Allí, en 1975 se estableció en un lote de unas 10 hectáreas un museo al aire libre. En los años 70 construir museos diferentes fue una marcada tendencia, como respuesta al afán de salvaguardar objetos que no podían ser ubicados dentro de los muros de los museos clásicos. El efecto vivencial, la experiencia de lo histórico, es muy diferente si el visitante se desplaza por una galería de bellas vitrinas o se puede introducir tocando el objeto que está admirando.
La idea de los fundadores fue recuperar edificaciones típicas de la región y preservarlas para la posteridad. En el terreno se hallaba una casa campesina del siglo 17 y a esta edificación se le sumaron con el tiempo 25 más. Las nuevas se desmontaron en su sitio de origen, porque ya se había decidido su demolición y reconstruidas tal cual dentro del terreno del “parque” de casas viejas. Estas construcciones tienen un lejano parentesco con nuestro bahareque pues igualmente usan el cagajón, el barro y a ramazón para levantar muros. A esas regiones de Europa no entró el Imperio Romano imponiendo la tapia como sÍ lo hizo en España, de donde nos viene esa alternativa de levantar paredes. La tradición germánica de esta arquitectura asombra por su rústica belleza que desconocía el manejo de la piedra labrada.
Con senderos que pasan por prados adornados con viejos árboles, los visitantes se desplazan por el pueblo museo y pueden admirar cómo vivían los habitantes de esa región desde hace 400 años. Los empleados del Pueblo Museo portan los trajes típicos de los campesinos de la época, aumentando el goce de recorrer sus instalaciones. Las diferentes industrias típicas del campo son documentadas con la herramienta o maquinaria, como el bello tractor marca Lanz a vapor de 1913. Son 45.000 objetos que esa Fundación (Verein Landwirtschaftsmuseum Lüneburger Heide e.V.) ha coleccionado a los cuales se suma una biblioteca con 20.000 libros. Las casas están abiertas y amobladas ya sea con objetos originales o réplicas, así que los visitantes pueden recorrerlas desde los sótanos hasta los zarzos guiados por un excelente guion museográfico. Cada casa invita a entrar y ver cómo vivían estas gentes, pero tal vez la casa más bella es el Brümmerhof, una granja de ovejas donde se ve que dentro de ese tipo de casa no había una separación explícita entre el establo que a la vez era bodega de pienso y heno, y la cocina y las habitaciones. El calor de los animales ayudaba a calentar el resto de la vivienda en invierno y el alto techo en paja no permitía que en verano el interior se calentase demasiado.
La instalación tiene un restaurante con una tienda de suvenires donde el turista paga 7 euros por la entrada, y puede comprar afiches, camisetas, libros y réplicas a escala de las casas. La mayor ocupación de visitantes es los fines de semana cuando familias, muchas compuestas por tres generaciones, logran un interesante esparcimiento. En la programación dirigida a niños, estos pueden ver a un herrero trabajando el hierro, a un talabartero producir un objeto de cuero, o a una campesina ordeñar una vaca, todo relacionado con las estaciones que imponen un ritmo a los quehaceres del parque. Se suman al año 30.000 visitantes, además de los colegios que van a visitar como refuerzo pedagógico.
Lograron recrear en este pueblo museo los ambientes de las casas, con huertas y pozos que captan el aire de tiempos idos. Si hubiese que buscar un parangón artístico a la visita a estas rústicas casas campesinas se deben citar dos nombres de pintores de renombre: Rembrandt, el mago de los claro oscuros y a Brueghel, el pintor de lo campesino.
¿Sobra la pregunta de por qué no se hace algo parecido con nuestra arquitectura vernácula?
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