En el país de las paradojas inverosímiles, donde perseguimos la paz a través de la guerra, existió un municipio de majestuosas montañas y cerros extendidos en laderas que parecen fluir por toda la cordillera, un municipio abierto en su paisaje, pero enclaustrado en una guerra silenciada. Un territorio habitado por 45.000 habitantes, que entre bombas “inteligentes” y poco acertadas, balas perdidas que siempre dieron al blanco –la democracia-, y una cosecha inconmensurable de sentencias de muerte, sufrió una violencia tan invisible y letal que convertía el tiempo en un fragmento inagotable de sufrimiento. Allí, se gestó un drama colectivo que terminó desplazando a 15.000 personas en un lapso de 4 años, 1460 días de una insaciable guerra que no paró, donde una tercera parte de la población fue obligada a deshacer su vida y rehacerla en medio del abandono, la incertidumbre y el sonido de las balas que aún hacían eco en sus cabezas. La prosperidad de un pueblo que volvió errante su gente, huyendo del dolor de lo vivido y dejando atrás todo lo sentido.
Esta historia de horror es lamentablemente una narrativa reiterada en nuestro paisaje nacional, sin embargo, lo particular de este relato es que ocurrió en esta tierra, en la que algunos han denominado como el “remanso de paz”, la región donde aparentemente no se sintió la guerra y donde “inexplicablemente” en medio de un país desangrado, aquí no pasaba nada. Esta idea de un territorio libre de guerra, construyó una burbuja que obnubiló parte de la institucionalidad y la opinión pública, llegando al punto de declarar en 2007 el Eje Cafetero como región del posconflicto, territorio libre de actores armados, una idea que se convirtió en mensaje y con el pasar de los años reafirmo el ethos imperante de ser una región libre guerra. Una historia amordazada en lo inconcluso de sus relatos, que hoy después de 20 años apenas empezamos a escuchar, que se extendió dolorosamente por los tres departamentos del Eje Cafetero, donde las expresiones de esa guerra, no vivida por muchos empiezan a emerger por todos los poros de esta región.
Esta historia contrapone los silencios oficiales y las memorias subalternas de violencias acalladas, de historias enterradas en mutismos hechos paisaje, de una violencia que, aunque en formas reeditadas, sigue enquistada entre barrios y montañas. Pasado y presente de una guerra silenciada, heredada y resignificada con el tiempo. Así, las herencias de los repertorios de mutua aniquilación exhibidas durante el bipartidismo, se trasladan, en dimensiones insospechadas, a los actores armados -ilegales y legales- que se instalaron en la región en el marco del conflicto político, social y armado. El EPL, las FARC-EP, el ELN, el ERG, el M-19, el ERP, las AUC, las ACMM, el Calima, el Pipintá, el FHMG del BCB, siglas cortas de violencias largas. Actores armados que sin discriminar territorios se posicionaron también en contextos urbanos de las tres ciudades capitales del Eje Cafetero construyeron grandes enjambres de criminalidad e instalaron extensos territorios liminales de ordenes sociales invisibles, pero igualmente letales. Estructuras armadas que han perdurado o se han reeditado, basta leer cualquier día la página judicial de los diarios locales, informes oficiales como la alerta temprana 041 del 2020 de la defensoría del Pueblo o simplemente escuchar los comentarios subterráneos de la gente para dimensionar los alcances de estructuras como Cordillera en el Amco de Risaralda, la Empresa en Manizales o la Oficina en Armenia. Acá no hay otra cosa que una historia de guerra que, aunque cuenta mucho, se cuenta poco.
Una guerra silenciada por años, con dolores y ausencias enterradas vivos, con algunas cifras de victimización inocultables y otras perdidas en los subregistros del dolor que no quisimos contar y nos negamos a reconocer. Estos relatos de verdad que entraron en un mutismo social y que hoy se abren paso en medio del dolor que intenta cicatrizar el pasado. Hoy en el Eje Cafetero abrimos la caja de Pandora y aunque la verdad en algunos lugares se niega a salir, esperamos que el tiempo permita aflorar lo inocultable; esa incomoda verdad, que enuncia que también fuimos parte de la guerra y que esperamos poder vernos al espejo para poder transitar hacia anhelada paz.
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