Generalmente, nadie escoge vecino de silla en el avión. El azar decide. Pocos se prestan al saludo. Sobre todo si el vecino es vecina, y marca con el 9: 90-60-90.
Alguna vez viajé al lado de Monseñor López Trujillo, arzobispo de Medellín. Sentí que tenía de vecino al Espíritu Santo, y espero no incomodar al Paráclito.
Como arzobispos y papables no se ven todos los días, traté de enhebrar una charla con Nos Alfonso, serio como una esfinge. Le pregunté si temía montar en avión. Me despachó con un lacónico: “Lo utilizo como oficina”.
Me late que desconfió de mí porque me pilló mirando embelesado su descomunal anillo. A lo mejor pensó que la alhaja podía cambiar de dueño y terminar en una prendería.
Fue mi vecino aéreo Luis Alberto Moreno, futuro presidente del BID. Cuando lo nombraron en el Banco lamenté con retroactividad no haber llevado la hoja de vida para dejársela.
Dejé de lamentarlo cuando años después leí en El Espectador esta confesión de su esposa, Patricia López, la bella colega a quien Moreno echó de su casa en Washington:
“… cuando estaba celebrando el día de la madre en Medellín, recibí una llamada telefónica en la que me suelta así no más: Mira, ya no te quiero, estoy enamorado de otra persona, te voy a mandar tus cosas a tu casa, porque esa persona viene a vivir conmigo y necesita el clóset. Y así fue…”.
Eché paja con Gilberto Echeverri cuando era gobernador de Antioquia. El “Ratón” iba como un relajado parroquiano más. Dejé salir el lagarto y le intrigué acueducto para mi pueblo, Montebello. Me prometió estudiar el asunto. En reciprocidad, le presté dos libros de Marx (Groucho, no Carlos) que me devolvió tardíamente.
El presidente López Michelsen invitó a champaña en el avión presidencial en un vuelo Washington-Nueva York después de la firma de los tratados Torrijos-Carter, y el presidente Samper, días entregarle el bar de Palacio a su sucesor, Andrés Pastrana, me gastó whisky aguado en el Fokker en un vuelo entre Cartagena y Rionegro.
Con el fallecido colega Carlos Murcia, de El Espectador, jugábamos ajedrez en un vuelo Bogotá-Panamá. En el aeropuerto caía un aguacero que impedía el aterrizaje. Como me sucede siempre que monto en avión abandoné mi ateísmo de dos pesos y me encomendé a Dios. Cuando nos bajamos, la radio estaba dando la noticia de que casi nos destortillamos.
Pero la más dulce compañía fue una fragilidad menor de dieciséis años que viajaba a Bogotá. Se llama Dunia. Con “voz de sombra”, como Malena, la del tango de Manzi, me susurró que era su primera salida lejos de casa. Me miraba temerosa, con ojos de arzobispo, como si yo fuera el retrato hablado de nadie.
Encomendé a mi fugaz paisanita a todos los dioses. Eterna vida para esa ilusión con ojos.
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