Jesús era un muchacho juicioso. Y eso que era hijo único. Como no se habían inventado los sicólogos, los niños crecían sin tantos achaques. Por eso Jesús nació sin complejos. Electra era una vecina que cocinaba rico con aceite de oliva. Y Edipo – el que le dio nombre al otro complejo famoso- era un judío que prestaba dracmas al “modesto” veinte.
Sus vecinos le decían “Calidad” Jesús. O Chucho, los más íntimos. Las mamás se sentían tranquilas cuando sus vástagos se iban de farra con “el hijo del carpintero”. Las mamás llevaban a casa de María y José a sus hijas casaderas, pero el muchacho abría rápido el paraguas y se daba el ancho.
Su agenda era más bien jarta, como de uribista. De pronto se pegaba unas pérdidas hasta raras. Y aparecía en el Templo. Les ponía charla a los doctores de la Ley que quedaban lelos oyéndolo hablar.
A don José, su papá ebanista, le ayudaba a cortar la madera. Pero lo hacía de tal forma que a la madera le daba siempre forma de reclinatorio o de confesionario. Y a José le pedían más que todo muebles para descansar, dormir y hacer muchachitos.
Cuando nadie se lo imaginaba, Jesús se metió a la política por la vía de la religión. Hablaba de tal forma que nunca tuvo votos sino de-votos. Era lo que ahora llaman un subversivo. Con razón lo querían meter a la cárcel. Era el antipolítico en pasta.
Claro que de pronto se le salía el clientelista que llevaba por dentro. Empezó por hacer su clientela entre unos pescadores que no sabían leer. Los pescadores no creían mucho en él porque ni sabía nadar: caminaba sobre las aguas...
Proponía pendejadas como amar al prójimo y ofrecer el otro cachete. ¿Y qué tal esa picadurita de mosco de hacer el bien sin mirar a quién? ¿O de amar a nuestros enemigos? Cuando se iba, le dejaba su paz al interlocutor.
Desde muy joven, Jesús tenía el palito para perdonar. Perdonaba hasta setenta veces siete, es decir, 490. Eso sí, ni una más porque eso sí ya es pendejada. Después les endosó esa gracia a sus discípulos.
Como perdonaba pecados a dos manos y traía el mensaje de salvación, estorbaba más que un lotero a los poderosos de la época que se empeñaron en quitarlo de en medio. Y lo crucificaron, según muestran en la película de Mel Gibson, inútilmente violenta, así le haya gustado al papa Juan Pablo II.
Desde que resucitó, todo el mundo en su barrio chicaniaba diciendo: A ese lo conocí yo, vivía cerca de mi casa, almorcé con él varias veces, fuimos a cine, perdón, a ver el paisaje más próximo, etc..
Su Sermón de la Montaña, considerado como todo un código ética, fue transmitido en vivo y en directo por el Eco que era la CNN de entonces.
Fue el precursor de los “yupis” pues a los 33 años era todo un ejecutivo sin estrés, sin celular y sin novia en el Sur bogotano.
Como político, Jesús era totalmente atípico. Para empezar, nada de asesores de imagen. Nunca los necesitó porque andaba datiado por el Espíritu Santo que era Él mismo en una paloma. Su reino no era de este mundo.
Para curarse en salud, no admitía siquiera que le prestaran caballos – menos “mulas”- para movilizarse. Un domingo aceptó un burro de San Antero, Córdoba, sólo para no hacer quedar como un zapato a los profetas que se ganaban la vida y la fama anunciando su llegada.
¿Escribir discursos? Jamás se le ocurrió. Una vez hizo una excepción y escribió algo en el suelo mientras los escribas y fariseos despotricaban de una apetitosa mujer adúltera que no les quiso dar ni la hora. Lo que escribió es el secreto mejor guardado después del misterio de la Santísima Trinidad.
Tenía una pinta tenaz este Galileo. Las mujeres chorreaban la baba por él. Jesús habría podido vivir de la pinta. Pero no era un gigolo, un mantenido.
Decía cosas tan escasas como: “Haz el bien y no mires a quién”. Jamás se le pilló un lapsus en su espléndida hoja de vida.
Puso a dieta a todos los ricos cuando les notificó que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un platudo se salvara. Los que enflaquecieron entregaron la plata y entonces Jesús hizo la revolución con el billete de los demás. Con la anorexia de los ricos fundó la Teología de la Liberación. A los ex-pobres no les cabía un tinto de la dicha.
Sólo admitió una entrevista de una pregunta: ¿Quién eres tú? La respuesta fue: Yo soy el que soy. El improvisado reportero sin tarjeta (un tal Poncio Pilatos) quedó sin alientos para contrapreguntar, como se desprende de las escrituras cuya lectura conviene retomar.
Le gustaba tanto ser niño que se quedó así hasta los 33 años. Lo que más le disgustaba de diciembre era que el Niño Dios no le traía regalos... A veces la vida no es fácil. Ni siquiera para Dios.
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