El 28 de agosto, día de San Agustín, había opípara comida de fraile para todos en el seminario de La Linda, a una jaculatoria de Manizales. Echaban la casa por el campanario y el púlpito al mismo tiempo. Asistíamos a misa de dos yemas, en latín y de espaldas al respetable público, claro.
Había recorderis de la regla del obispo de Hipona que dejó colgado de la brocha a su novia. Leíamos las Confesiones del hijo de misiá Mónica. En alguna parte de su autobiografía le pide a Dios que le regale la castidad “pero no ahora”. Fue ampliamente complacido.
Aprendíamos de memoria casi toda la regla de Agustín que empieza: “Ante omnia, fratres carissimi, diligatur Deus, deinde proximi...”. (Ante todo, parceros, amemos a Dios y después al prójimo).
Algo de Cicerón alcanzamos a traducir: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (Pilas, Catilina, sin abusar mucho de la paciencia, papá, también en libérrima traducción.
Modestia apártate, pero siempre sobresalí en latín, una materia que se llamaba preceptiva literaria, y ortografía. Las calificaciones llegaban a lomo de flota Arauca cada mes a nuestras casas para notificar a nuestros taitas de que la platica estaba bien – o mal - invertida.
En La linda también me inicié en el ajedrez, el juego que tiene como patrona a Caissa, una diosa pagana.
Como Dios hace las cosas mejor que el Carvajal de la cuña, fui llamado, no escogido. Me alcanzó para foto con el hábito agustiniano. En una redada teológica nos reclutó a varios chinches de la calle en Aranjuez el padre Iván Vásquez de San Agustín, tremendo jugador de fútbol. Pocos siguieron el camino, incluidos dos obispos, el médico Alejo Castaño, en Cartago, y Javier Pizarro, en Yopal.
Decidí que tenía vocación de cura cuando en casa me garantizaron que yéndome para el seminario me bajarían los pantalones y, lo máximo: montaría en avión por primera vez. Llegué al aeropuerto de Sántagueda “muy tieso y muy majo” en bullicioso Superconstellation de Avianca.
Nos fue bien a esos pichones de fraile: no nos tocaron curas pedófilos. Cero acosos en una época en la que ver la sota de bastos, o las montañeras de La Linda en las misas dominicales, nos alborotaba la bilirrubina sexual que después se convertían en carne de confesión. No se podía pecar ni con las ganas.
Las mamás soñaban con tener, mínimo, un cura en casa. Si llegábamos a papas, mejor. Alcancé a sentirme vestido con el traje de luces del sucesor de Pedro. Aunque sospecho que más que tener papa, las madres querían desembarazarse de los que jodíamos demasiado.
No me aburrí un minuto en el seminario en los tres años, un mes y ocho días que estuve el nonagenario Colegio Apostólico. Sospecho que las bases recibidas nos ayudaron a transitar por este acabadero de ropa que es el mundo, dicho en la jerga de los seminarios. Por lo pronto, nunca he tenido la casa por cárcel. Ni la cárcel por cárcel. Solo la libertad por cárcel.
En el seminario que in illo tempore tenía como rector al padre Rubén Buitrago Trujillo, nos alimentaban las ganas de escribir. Teníamos clases de español y latín todos los días. Si sé poner un punto seguido o final, es por ese castellano intenso que nos empacaban.
De pronto nos alimentaban la devoción por el cine. En las escasas noches de película, una mano “ad hoc” se encargaba de tapar los besos que se daban Joaquín Cordero y Ana Luisa Pelufo en una de las tantas cintas mexicanas que veíamos.
No había que darles materia prima a los seminaristas para sus sueños eróticos que después iban a parar a la oreja del confesor o del director espiritual encargado de lidiar con nuestras tusas teológico-existenciales.
Es de San Agustín aquello de que la riqueza no está en tener mucho sino en necesitar poco. Parece que me he guiado por ese precepto porque me ha ido tan bien en la vida que nunca conseguí plata.
Decidí no hacer billete desde que leí que es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que un rico se salve. A lo mejor, el cielo es un buen vividero para pasar la eternidad.
Regresé a casa con mis corotos empacados en una caja de lata a bordo de un bus de la flota Arauca que me dejó en plena autopista, cerca del gran Pandequeso. Los sueños teológicos habían llegado a su fin.
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